Por Maurice Roberts
[The Banner of Truth Magazine, Dic 1993]
El pecado convirtió a Satanás de serafín en diablo. El pecado vació el cielo de una hueste de los ángeles. Redujo el paraíso a un mero campo de espinos. Convirtió al primer hijo en un asesino que mató a su propio hermano y habló insolentemente contra Dios mismo. Convirtió el mundo antiguo antes de la caída en un foso de vicio y violencia. Borró a todos excepto a ocho personas en el arca y atrajo fuego del cielo sobre los hombres de Sodoma. Ha desolado a todas las civilizaciones que el hombre ha formado, esparció a los judíos a través del mundo durante dos mil años y roe todas las instituciones vitales de nuestro mundo moderno. ¿Se atrevería un hombre en su sano juicio tener un punto de vista ligero y cómodo de su propio corazón pecaminoso? Puede que quizás lo haga, pero un cristiano no puede.
No obstante, nos hemos confinado ahora a mencionar los pecados seculares. También debemos hacer mención del refinamiento del mal que se lleva a cabo bajo la pretensión del amor a Cristo. El pecado no se satisface con el poder secular, sino que aspira más aún a sentarse donde sólo Dios debe estar sentado. Los pecados seculares pueden considerarse como pecados juveniles. Son detestables, pero no llenan la medida de la madurez plena que caracteriza a las maldades espirituales.
CONT.
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