Por Maurice Roberts
[The Banner of Truth Magazine, Dic 1993]
El estudiante serio de la Palabra de Dios a menudo se habrá sorprendido e impactado por la manera en que el pecado exhibe su naturaleza provocadora. Debemos recordar que el pecado no vino a la existencia en el infierno, sino que comenzó su carrera en el cielo, entre los ángeles de Dios, a la vista del Trono eterno y mientras se ofrecían incesantemente alabanzas y acciones de gracias a la sagrada Trinidad. Ningún hombre ha logrado entender jamás cómo se incubó y fue colocado este huevo de cucú en el nido del cielo. Pero sabemos que fue así.
El pecado es aquello que nunca debió haber venido a la existencia. Es la criatura, de entre todas las criaturas, que no tiene a Dios como su Padre. El pecado es criatura de la criatura. Quizás no sea tanto una cosa, sino la ausencia de una cosa. Es la contradicción de la santidad de Dios. Se mofó de su soberanía tan pronto vino a la existencia.
Desde los primeros momentos de su entrada en la creación, el pecado ha amenazado a Dios y no ha cesado desde ese día de retar sus declaraciones y cada uno de sus atributos. Si el pecado pudiera destronar a Dios, lo habría hecho. Le encantaría matarlo y usurpar su lugar como Gobernador y Monarca de toda existencia. Toda la historia no es más que una repetición larga y tediosa del primer intento fútil de desafiar y destronar al Dios vivo. Toda idolatría es un intento evidente de hacer lo mismo. Toda religión corrompida es un intento patente de hacer lo mismo. Toda conducta rebelde y toda actividad impía es una manifestación de la malignidad interna del pecado hacia el ser glorioso de Dios.
CONT.
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