lunes, 28 de septiembre de 2015

Tenemos un mensaje glorioso que proclamar

“Lo que hemos visto y oído, os proclamamos también a vosotros, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y en verdad nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1 Juan 1.3, LBLA).

La frase a la que quiero llamar vuestra atención en esta meditación es “os proclamamos”. Casi todo lo expresado en la primera sección de la epístola tiene que ver con esto. Juan se esfuerza en hacernos comprender que somos responsables de dar a conocer un mensaje. Claramente se trata del mensaje que los apóstoles habían sido encomendados a proclamar, pero de aquí y de otros textos del Nuevo Testamento se desprende la responsabilidad que todos los creyentes tenemos de anunciar el mensaje apostólico a los demás.

El contenido de ese mensaje es una persona. Aunque proclamamos verdades, no sólo anunciamos verdades. Se trata de “la Verdad” (Juan 14:6). Aunque proclamamos declaraciones doctrinales, el mensaje cristiano se trata realmente del Logos de Dios —de la verdadera teología. Se trata de Alguien, y ese Alguien es Dios y hombre a la vez. El mensaje del cristianismo es Cristo.

Tenemos un mensaje que proclamar. No podemos cambiarlo, alterarlo, ni intentar mejorarlo. Es el mejor mensaje que puede ser proclamado jamás. Las buenas nuevas de Jesús son la respuesta a la necesidad más profunda del alma humana. Con razón Pablo se comprometió a predicar a Cristo y las implicaciones de su muerte en la cruz (1 Cor. 2:2). Pudo recorrer mar y tierra, y experimentar todo tipo de vicisitudes con tal de dar a conocer a Aquel que le había salvado.


Una vez creído, el contenido de este mensaje debe ser anunciado a los demás a nuestro alrededor. No hay creyente que no haya sido constituido en emisor de este anuncio. Callarlo puede ser un gran crimen, cuando menos es una gran desobediencia.

viernes, 4 de septiembre de 2015

Los cinco tiempos de 1 Juan 1:1-4

Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y lo que han palpado nuestras manos, acerca del Verbo de vida (pues la vida fue manifestada, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba con el Padre y se nos manifestó); lo que hemos visto y oído, os proclamamos también a vosotros, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y en verdad nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Os escribimos estas cosas para que nuestro gozo sea completo.” (1 Juan 1.1–4, LBLA)

Uno de los propósitos de Juan al escribir su primera epístola fue demostrar la historicidad y verdadera humanidad de Jesucristo. Él no simplemente aparentó ser hombre, ni sencillamente trató de identificarse con el hombre; Jesús es, hasta el día de hoy, un verdadero hombre. Nació y vivió entre nosotros.

Pero Juan también nos demuestra, como hace también en su Evangelio, que Jesús es Dios. Es por todo esto que el tema de la predicación apostólica es “lo que era desde el principio”, la vida que “fue manifestada”, la vida eterna que “estaba con el Padre”.

Quisiera mostrarles que en estos cuatro versículos con que Juan inicia su carta, hay cinco tiempos o momentos históricos distintos a los que hace referencia.

1. Antes de la creación. Juan establece claramente la doctrina de la preexistencia de Cristo. Él era la vida que “estaba con el Padre” (v. 2). El Evangelio de Juan comienza con “En el principio el Verbo estaba con Dios” y “Él estaba en el principio con Dios”  (Juan 1:1, 2). Por esto habló de que salió del Padre y vino al mundo (Juan 16:28) y de la gloria que tuvo antes con el Padre (Juan 17:5).

2. La encarnación. El apóstol nos enseña que ese Cristo preexistente se hizo carne y estuvo de manera palpable entre ellos (1 Juan 1:1); “la vida fue manifestada se nos manifestó” (1:2). El Verbo se hizo carne (Juan 1:14; 1 Tim. 3:16). El mensaje del evangelio que hemos recibido de Dios incluye el hito redentor de la encarnación —la Segunda Persona de la Trinidad se hizo hombre. La Navidad no se trata de hacer actos de bondad en nombre del “niño” Jesús; se trata del más grande acto de bondad de la historia, pues el Hijo de Dios se hizo como nosotros para pagar la culpa y el castigo eterno que merecen los pecadores y así llevarles a Dios.

3. Pentecostés y la era apostólica. Cuando Jesús nació, todavía no había venido el Espíritu Santo; todavía los apóstoles no habían sido comisionados a predicar el evangelio. Pero Juan nos habla aquí de un mensaje que anunciaron y proclamaron (vv. 2, 3). A través de la iglesia Cristo haría obras mayores (Juan 14:12) que las realizadas en sus días sobre la tierra. El Espíritu diseminaría el mensaje hasta el fin del mundo.

4. Los escritos del NT y los lectores originales. “Os escribimos estas cosas Nuestro pasaje también hace referencia al tiempo en que Juan escribió esta epístola. Posiblemente lo hizo unos 60 años después de la muerte del Señor. Juan tenía destinatarios particulares en mente, hermanos que necesitaban las doctrinas, correcciones y advertencias que contiene la carta. Este es otro tiempo. Y finalmente...

5. Los días de los lectores secundarios. Finalmente estamos nosotros y todos aquellos que han leído 1 Juan a lo largo de la historia de la iglesia. También a nosotros nos son dadas estas enseñanzas “para que nuestro gozo sea completo” (v. 4). Tenemos una responsabilidad asignada por Dios a la luz de este mensaje: debemos proclamarlo e interiorizarlo. No tenemos el más mínimo derecho a cambiar el mensaje que Dios ha puesto en nuestras manos, sino que debemos traspasarlo íntegro a los pecadores con el fin de que, como nosotros, conozcan la gracia perdonadora de Dios. Pero nuestro mensaje no es uno que se limita a estar en nuestros labios; también está en nuestros corazones, y por eso el apóstol habla del gozo completo que empezamos a degustar aquí en la tierra. ¿No es este gozo la reacción más lógica y adecuada al contenido de semejante mensaje? El Señor nos conceda ser fiel al evangelio por dentro y por fuera.

¡Qué pez más raro! – la lamprea marina


miércoles, 2 de septiembre de 2015

Al que le sirva el sombrero, que se lo ponga

por Charles Spurgeon*

La última vez que escribí un libro pisé los callos y juanetes de algunas personas, las cuales me respondieron con cartas llenas de ira en la que me preguntaron: “¿Estás hablando de mí?” En esta ocasión, para ahorrarles el gasto de medio penique en tarjeta postal, comenzaré mi libro diciendo: Al que le sirva el sombrero, que se lo ponga.

Sin ánimo de ofender, pero si algo de lo expresado en estas páginas toca el corazón de alguien, no lo envíe a la casa del vecino, sino que haga un gallinero para sus propios pollos. ¿Cuál es el beneficio de leer y escuchar para otros? No comemos ni bebemos para ellos. ¿Por qué debemos prestarles nuestros oídos y no nuestras bocas? Entonces, buen amigo, si encuentras una azada en estas premisas, elimina las malas hierbas de tu propio jardín con ella.

El otro día hablaba con Guillermo Shepherd acerca del viejo asno de nuestro amo, y le expresé: “Es tan viejo y terco; no vale la pena mantenerlo”. “No”, me dijo Guillermo, “y peor aún, es tan vicioso que uno de estos días de seguro le ocasionará un mal a alguien”. Ustedes saben que las paredes tienen oídos. Estábamos hablando a alto volumen, pero no sabíamos que los montones de paja tenían oídos. Nos quedamos absortos cuando vimos salir a Joe Scroggs de detrás del montón. Estaba tan enrojecido como la cresta de un pavo y despotricando como un loco. Empezó a maldecirnos a Guillermo y a mí, como el gato que escupe a un perro. Le salió el mono. Nos dejó saber que era tan buen hombre como cualquiera de nosotros, o como nosotros dos juntos. Comenzó a hablar acerca de él diciendo esto y aquello. Le dije al viejo Joe que no estábamos pensando en él ni hablando de él; que podía ahorrar su aliento para cuando tuviera que enfriar su avena, porque nadie había tenido ninguna intención de hacerle ningún daño. Todo esto lo único que hizo fue que me llamara mentiroso, y rugió más fuertemente aún. Mi amigo Guillermo comenzó a alejarse agarrándose las sienes, pero cuando vio que Scroggs todavía estaba echando humo, se echó a reír y volviéndose le dijo: “Joe, estábamos hablando del asno del amo y no de ti; pero te prometo que ahora no podré ver a ese asno de nuevo sin pensar en Joe Scroggs”. Joe sopló y resopló; quizás consideró el trabajo un tanto incómodo porque lo dejó. Guillermo y yo nos fuimos a trabajar con una nota de alegría, porque el viejo Joe se había tropezado con la verdad acerca de sí mismo al menos una vez en su vida.

El mencionado Guillermo Shepherd en ocasiones ha sido duro conmigo en sus comentarios, pero me ha hecho bien. En parte es debido a sus embestidas al corazón que pude escribir este libro, porque consideraba que yo era holgazán. Quizás lo soy; quizás no. A Guillermo se le olvida que tengo otras cosas importantes que hacer. Además, no recuerda que la mente de un labrador quiere un poco de barbecho y que no puede dar cosecha cada año. Es muy difícil hacer una cuerda cuando el cáñamo se agota, o panqueques si no hay con qué batir, ni pastel de manzana sin las manzanas. Del mismo modo se me hace difícil escribir cuando ya he dicho todo lo que sé. Realmente dar mucho a los pobres aumenta los bienes de un hombre, pero con la escritura no es lo mismo. Soy tan pobre escribiente que no me sale por esforzarme. Si tus pensamientos sólo fluyen como gotas, no podrás llenar los cubos.

Sin embargo, Guillermo ha hurgado en mis adentros y estoy comprometido con él. Le mencioné el otro día lo que el caracol dijo al alfiler: “Gracias por sacarme, pero eres bastante puntiagudo, ¿sabes?” Aún así, el amo Guillermo no está lejos del blanco. Después de que trescientas mil personas compraran mi libro, realmente ya era tiempo de escribir otro. Por tanto, aunque no soy sombrerero, me convertiré en fabricante de gorros, y aquellos que tengan cabezas pueden probar mis mercancías; lo que no tengan ni siquiera los tocarán.

Para servirles, amigos, el áspero y agudo,

Juan Arador
* Tomado de Las Ilustraciones de Juan Arador; traducción por Salvador Gómez Dickson.