miércoles, 29 de septiembre de 2010

¿Me es lícito sentir miedo…?

¿Es lícito sentir miedo estando en un ambiente de guerra, donde hay enemigos que lo único que intentan es destruir y matar? ¿Y qué si para colmo el otro ejército es más numeroso y tiene tecnología más avanzada y moderna?

¿Justificaría y defendería Dios el miedo de un marino que, teniendo gran experiencia en el mar, se encuentra un día con una tempestad tan grande que las olas cubren su frágil embarcación? Él ha visto tormentas, pero nunca nada como eso. El viento es más fuerte que nunca. Siente que hay más agua dentro que afuera. Para colmo, la nave no está hecha de fibra de vidrio ni de metal, sino de madera. Parece que está a punto de zozobrar. ¿Se justifica el miedo en esa condición?

¿Qué dirían ustedes del caso un padre con un hijo que se encuentra enfermo en estado agónico? ¿Puede un padre o una madre sentirse libre de sentir temor en una condición así?

Estos tres escenarios aparecen en las páginas de las Sagradas Escrituras, y en todos la respuesta de Dios es: ¡No temáis!

El primer caso aparece en el capítulo 20 del libro de Deuteronomio. “Cuando salgas a la guerra contra tus enemigos, si vieres caballos y carros, y un pueblo más grande que tú, no tengas temor de ellos, porque Jehová tu Dios está contigo, el cual te sacó de tierra de Egipto” (v.1). El Señor no quiere que sus soldados tengan temor. La realidad de su presencia debería ser suficiente para que, por la fe, esos combatientes del Altísimo avancen con valentía contra enemigos más poderosos. Sus hechos portentosos del pasado, como el éxodo de Egipto, deben enriquecer nuestra confianza ante los retos del presente.

El segundo caso trata con  la experiencia de los apóstoles en Mateo 8:23-27. En el Mar de Galilea se desató una tormenta tan impresionante que aun los experimentados discípulos vieron con estupor. Nos preguntamos una vez más: ¿Tenían ellos licencia para sentir miedo y temor? Las palabras de Cristo fueron las siguientes: “¿Por qué teméis, hombres de poca fe? Entonces, levantándose, reprendió a los vientos y al mar; y se hizo grande bonanza” (v.26). Ese temor tenía su raíz en la incredulidad. La fe puede hacernos sentir confianza, no sólo de que Jesús puede calmar las tormentas de la vida. De haberlo querido, el Señor podía sacarlos con todo y barca del mar y llevarlos a tierra seca en un instante. La incredulidad es aquello de lo que se alimenta el temor.

Finalmente, el tercer caso fue lo que ocurrió con Jairo (Marcos 5:21-23, 35-43). Este hombre tenía a su hija tan enferma que estaba agonizando. Aquel que era un principal de la sinagoga se había llenado de ansiedad. Su hija estaba a punto de morir, y la medicina no podía hacer nada por ella. En un acto de desesperación acude a Jesús y le suplica su asistencia. Pero se encuentra con el terrible inconveniente de que muchos otros estaban tratando también de hallar socorro en el Maestro. La atención del Señor se desvía hacia el caso de un mujer enferma desde hacía doce años. Allí estaba Jairo esperando. El evento parecía durar una eternidad. Cuando ya estaba a punto de insistir con Jesús, llegaron las terribles noticias de que su hija había muerto. Las palabras del Señor a Jairo en ese momento son sencillamente increíbles: “No temas, cree solamente” (Mr. 5:36). En el momento en que el miedo nos parece más justificado, Jesús quiere que no tengamos temor. ¿Lo que necesitamos? Una vez más sale a relucir que es fe lo que necesitamos. Necesitamos creer en Dios y creer a Dios; necesitamos creer en su soberanía, en su poder, en su amor y en su bondad; necesitamos creer en sus promesas de que nunca nos dejará ni nos desamparará, y de que a los que aman a Dios todo ayuda para bien (Rom. 8:28).

Si creyéramos más en el Dios que confesamos, temiéramos menos ante las incertidumbres de la vida.

“Por tanto, no temeremos, aunque la tierra sea removida, y se traspasen los montes al corazón del mar;  aunque bramen y se turben sus aguas, y tiemblen los montes a causa de su braveza… Estad quietos, y conoced que yo soy Dios; seré exaltado entre las naciones; enaltecido seré en la tierra.  Jehová de los ejércitos está con nosotros; nuestro refugio es el Dios de Jacob” (Salmo 46:2-3, 10-11).

miércoles, 8 de septiembre de 2010

¿Estoicos, Emocionalistas o Emocionales?

Había una vez… Una época en que las cosas se hacían porque eran buenas y correctas. Las decisiones se tomaban en base a la rectitud, la honestidad y los principios de moral. A juzgar por cómo andan las cosas hoy día, parecería que estamos narrando un cuento, un drama proveniente de un libro de ficción. Eran días en que se esperaba que los padres ejercieran un liderazgo ejemplar en el hogar y fuera de éste, que los ciudadanos exhibieran civismo, que los políticos hablaran y vivieran según las normas. Esos días ya se han ido. Hoy reina la anarquía de los sentimientos. Las personas hacen las cosas porque quieren hacerlo. Así surgen multitud de relaciones, negocios y actividades ilícitas. ¿La justificación? “Me siento bien conmigo mismo”; “lo amo, y eso está por encima de todo”. Las emociones reinan supremas. “¡Abajo con las normas! ¡Abajo la razón y el buen juicio!” Así se justifican montones de divorcios. De esa forma se defiende el homosexualismo. Lo que Dios opine tiene a la sociedad sin cuidado. Los “mejores” sentimientos están detrás de actos de corrupción, uso y tráfico de estupefacientes, abandonos del hogar, embarazos en menores de edad, vidas desperdiciadas en el vicio y el juego. En fin, toda una gama de primores que tienen a la sociedad en la condición en que nos encontramos, puede ser rastreada a esto: somos emocionalistas y seguimos el dictado de nuestros sentimientos.

No me malinterpretes. Dios nos hizo criaturas emocionales. Es parte de la imagen divina en el hombre. La única emoción humana que no tiene un paralelo divino es el miedo, porque Dios no teme a nada ni a nadie. Pero habiendo aclarado esto, podemos afirmar con toda seguridad que el hombre es una criatura emocional porque Dios lo hizo así. El origen de la ternura de una madre está en el cielo. La compasión que sabe colocarse en la piel del que padece una condición miserable viene de Dios. Las emociones son buenas, siempre y cuando funcionen en el marco designado por el Creador. El problema surge cuando actuamos fuera de los parámetros dejados por el Señor en su Palabra. Cuando el hombre reacciona impávido ante las maravillas de la creación que podemos contemplar en un hermoso atardecer, en los impresionantes riscos del Gran Cañón del Río Colorado y en la majestad de la Ballena Azul, está manifestando un desajuste emocional. Estamos supuestos a reaccionar con admiración por el principio de estética que el mismo Creador implantó en nuestras almas. Dios no es estoico. La creación nos da testimonio de ello. De otra forma no habría la variedad ni los colores que vemos en el mundo. El estoicismo es una disfunción emocional. Pero el emocionalismo también lo es. Esto ocurre cuando las emociones actúan independientes del juicio y de la razón, cuando se van tras los objetos equivocados, cuando nos llevan a amar lo que Dios aborrece, y a menospreciar lo que Dios ama.

“He aquí, solamente esto he hallado: que Dios hizo al hombre recto, pero ellos buscaron muchas perversiones” (Ecl. 7:29). La caída del hombre en el pecado afectó todas sus facultades—emociones incluidas. El amor que antes amaba a Dios de manera suprema y a los demás de forma sacrificial, ahora es cruel e indiferente, actúa de manera egoísta y por interés personal. El gozo que antes se deleitaba en los atributos que adornan a la Deidad, ahora queda extasiado con las chucherías de este mundo; y cuando no las puede obtener, es presa del abatimiento y la depresión. La paz que antes evidenciaba una relación limpia y abierta con el Señor, ahora es sustituida por el miedo y el temor, de manera que el hombre huye de Dios y se espanta ante las inseguridades de la vida. Y así sucede con todas las emociones del alma humana. Cuando Dios denuncia el pecado de su pueblo al dejarle por otras cosas, lo expresó con las siguientes palabras: “Espantaos, cielos, sobre esto, y horrorizaos; desolaos en gran manera, dijo Jehová. Porque dos males ha hecho mi pueblo: me dejaron a mí, fuente de agua viva, y cavaron para sí cisternas, cisternas rotas que no retienen agua” (Jeremías 2:12-13). Fuimos creados con sentimientos diseñados para hallar nuestro deleite y satisfacción en el Creador. Sin embargo, el hombre se ha convertido en una máquina de fabricación de ídolos que prometen sosiego y paz, bienestar y plenitud, y lo único que consigue es agitación espiritual, sentimientos de culpa y profunda insatisfacción.

La solución para una vida emocional estable se encuentra en Jesucristo. Con Cristo en nuestras vidas por medio del nuevo nacimiento es que podemos dar muerte a los malos hábitos emocionales y cultivar nuevas actitudes. Por ejemplo, observa cómo el apóstol Pablo se dirigió a los efesios: “Quítense de vosotros toda amargura, enojo, ira, gritería y maledicencia, y toda malicia. Antes sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo” (Efesios 4:31-32). Cuando el Espíritu Santo entra en el corazón, lo convierte en una morada adecuada para su presencia, y parte de la obra de santificación que lleva a cabo la realiza en nuestras facultades emocionales. Con Él podemos cambiar el enojo por benignidad y la gritería por misericordia. En otras palabras, nos transforma a imagen del modelo perfecto: nuestro Señor Jesucristo. No existe mejor ejemplo de lo que significa una vida emocional estable que Jesús. En los Evangelios le vemos experimentar profunda tristeza (Mt. 26:38) y llorar ante la tumba de Lázaro (Juan 11:35). Se enojó ante la dureza de los corazones de las personas (Mr. 3:5). Experimentó profundo gozo (Luc. 10:21), pero también dio expresión a la experiencia más grande de abandono que ser humano jamás haya vivido (Mt. 27:46). Su satisfacción estaba en Dios el Padre, por eso dijo que hacer su voluntad era su comida y su bebida. Nunca ha habido un hombre con mayor contentamiento que Jesús. Pero tampoco ha habido otro hombre con mayor dominio propio. Sus emociones siempre estuvieron bajo control, dentro de los límites que Dios ha trazado en su Palabra. Por eso es el modelo perfecto y la imagen a la cual estamos siendo transformados.

No debemos ser estoicos ni tenemos que ser emocionalistas. Sin embargo, Dios nos hizo criaturas emotivas. Nuestras almas deben reaccionar a su grandeza y majestad. Por eso el Salmo 100 nos invita a venir ante su presencia con regocijo. No debe ser de ninguna otra forma. Nuestras almas deben responder a la gran bendición del evangelio. Dios salva a pecadores. No podemos escuchar mejores noticias. Cuando la apatía a estas cosas se adueña del corazón, ahí habrá ineludiblemente un desbalance emocional. ¿Cómo imaginamos a Pablo bendecir a Dios en Efesios capítulo 1? ¿Cómo piensas que Dios espera oír nuestras aleluyas y hosannas ante su presencia? Él espera que le sirvamos y adoremos con todo el corazón. Emocionalistas, no. Estoicos, menos. Pero ciertamente emotivos.

© Salvador Gómez Dickson  2010