Por Roger Ellsworth*
Mateo 22:1-14
Esta parábola nos coloca cara a cara con la terrible y horrorosa posibilidad de quedar excluidos del reino de Dios, o, para decirlo de otra manera, de quedarnos cortos del reino de Dios.
Existe más de una manera de quedarnos cortos del reino. Una forma es a través del rechazo categórico. Esta posibilidad se recoge en los siete primeros versículos de esta parábola. La mayoría de los judíos de la época de Jesús caía en esta categoría. El apóstol Juan declara sin rodeos cómo ellos rechazaron a Jesús con estas palabras: “A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron” (Juan 1:11).
Durante la última semana de su vida terrenal, Jesús dio una última advertencia a los líderes judíos acerca del peligro de rechazarlo y de perder así su reino. Le dijo tres parábolas en rápida sucesión, parábolas de rechazo. La primera retrataba su rechazo en términos de un hijo que se rebela contra su padre (Mt. 21: 28-32); el segundo como inquilinos que se rebelan contra el propietario (Mt. 21: 33-44); y la tercera, la parábola que estamos considerando en este capítulo, la cual trata de sujetos que se rebelan contra su rey legítimo.
Esta parábola va más allá de simplemente presentar cómo Cristo es rechazado. En realidad, predice de manera muy gráfica lo que sucedería como resultado de este rechazo. Por un lado, la nación judía experimentaría un juicio terrible. En unos cortos treinta y siete años después de que crucificaron a Jesús, los judíos vieron a los romanos devastar la ciudad de Jerusalén y su templo. Tal vez algunos de los que fueron testigos de esto recordaron las palabras de esta parábola: “Y enviando sus ejércitos, destruyó a aquellos homicidas, y quemó su ciudad” (Mt. 22: 7).
Un segundo resultado del rechazo a Jesús de la nación judía fue que el evangelio sería llevado a los gentiles. Esto está representado en la segunda mitad de esta parábola (vv. 8-14). La parábola se divide de forma natural en dos partes. La primera parte trata acerca del rechazo de Cristo de parte de los judíos (vv. 1-7), y la segunda parte trata con el evangelio que va a los gentiles (vv. 8-14). Es esta segunda mitad de la parábola la que nos confronta con un peligro muy serio: el de una aceptación defectuosa de la evangelio.
Los elementos de la parábola
Este peligro se nos presenta en términos de un hombre que aceptó la invitación del rey al banquete de bodas que había organizado en honor a su hijo. Los siguientes elementos se destacan con claridad cristalina: una invitación, una condición vinculada a la invitación, un inspección y una acusación.
Una condición vinculada a la invitación
La invitación va para todos (vv. 9-10), y junto con ella tenemos el anuncio de que todos los que asistan deben llevar una indumentaria de boda adecuada. No habría ninguna dificultad con esto porque el rey mismo proporcionaría la ropa.
¿Cómo sabemos que esta condición acompañaba la invitación? La parábola nos dice que el invitado a la boda en cuestión quedó ‘sin palabras’ cuando fue confrontado por no llevar la ropa exigida (v. 12). No podía alegar ignorancia porque se lo habían dicho. No podía alegar que no tenía la vestimenta adecuada porque el rey mismo había prometido proveerla.
Una inspección
Este enfrentamiento se produjo porque el rey llevó a cabo una
inspección de sus invitados (v. 11). No estaba contento con simplemente invitar a los huéspedes a su fiesta de bodas y pedirles que utilizaran la vestimenta que proveyó. Caminó entre ellos para ver si habían acatado la solicitud.
Una acusación
La negativa de éste invitado a llevar la vestimenta de bodas resultó en el terrible pronunciamiento del rey: “Atadle de pies y manos, y echadle en las tinieblas de afuera; allí será el llanto y el crujir de dientes” (v. 13).
Los elementos del Evangelio
Las parábolas de Jesús no eran simples historias entretenidas. Estaban basadas en cosas familiares con el fin de llevar al corazón verdades espirituales. Los elementos de esta parábola están presentes en el evangelio de Jesucristo.
En el evangelio hay una invitación. ¡Qué gloriosa invitación! Es una invitación a todos a venir y a disfrutar aquel tiempo de gozo cuando el Señor Jesucristo mismo lleve a su prometida, la iglesia, a su hogar para estar con él en el cielo. En ese entonces habrá una fiesta de bodas como nunca antes (Apoc. 19:1-9).
Pero junto con esta invitación se anuncia una condición: todos los que acepten la invitación deben ir vestidos de boda. No puede haber ninguna duda sobre la naturaleza de esta indumentaria. Es la prenda de la justicia perfecta. La Biblia afirma que Dios es un Dios santo (Is. 6:3; Apoc. 4:8) y el cielo es un lugar santo (Apoc. 21:27). Si vamos a entrar en este lugar santo y a disfrutar de la comunión con este Dios santo, entonces debemos ser santos nosotros mismos.
Ahora bien, he aquí el gran y penetrante dilema: Dios nos demanda santidad perfecta, y nosotros no tenemos nada que ofrecer, excepto el pecado. ¿Cómo entonces podemos tener la esperanza de encontrarnos en la presencia de Dios? La bendita noticia del Evangelio es que Dios mismo ha dado la ropa de la justicia perfecta que necesitamos. Lo hizo a través de su Hijo, Jesucristo. Jesús tomó nuestra humanidad y vivió una vida de justicia perfecta. Mientras por un lado nosotros hemos roto las leyes de Dios en incontables ocasiones, Él no quebrantó ni siquiera uno. Después de haber vivido esa vida de justicia perfecta, fue a la cruz a sufrir en su propia persona el castigo de Dios a causa del pecado. Hizo todo lo necesario para que pecadores culpables pudieran comparecer ante Dios en el cielo. Dios demanda justicia perfecta; lo único que nosotros tenemos es el pecado. Pero Jesús pagó por los pecados de todos los que creen y les ofrece su justicia. Los pecados de su pueblo fueron puestos en su cuenta y su justicia fue puesta en la de ellos.
Todo el problema con el invitado a la boda en la parábola de Jesús se puede expresar de esta manera: él aceptó la invitación sin aceptar la condición. Su error se ha repetido constantemente a lo largo de la historia, y sigue siendo así hasta este momento. La invitación del evangelio para que formen parte de la gran fiesta de bodas de Dios es enviada, y muchos dicen: “Sí, creo en Dios y en el cielo, y quiero estar con él en el cielo cuando muera”. Pero cuando el evangelio procede a anunciar que Dios requiere que estemos vestidos con una justicia perfecta que sólo está disponible a través de su Hijo, sencillamente desempolvan sus harapos y dicen: “Con esto es más que suficiente”.
Pero no será suficiente en realidad. La misma Biblia que nos habla de la justicia perfecta que Dios demanda, de la terrible realidad de nuestros pecados y de la obra acabada del Señor Jesucristo, también nos dice que se avecina un gran día de inspección. Nadie va a caer en el cielo de incógnito. Nadie comparecerá allí en los harapos de su propia justicia sin ser visto. Nadie que no esté vestido de la justicia de Cristo dejará de ser detectado.
Aquellos que se encuentran sin la justicia de Cristo no tendrán excusa en aquel día, y escucharán la misma sentencia aterradora que escuchó el invitado a las bodas: “Atadle de pies y manos, y echadle en las tinieblas de afuera; allí será el llanto y el crujir de dientes” (Mt. 22:13).
El invitado a la boda en la parábola de Jesús se constituye en una advertencia para todos nosotros acerca de la posibilidad de una aceptación defectuosa del evangelio, y una aceptación defectuosa no es mejor que el rechazo absoluto.
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