“Lo que hemos visto y oído, os proclamamos también a vosotros, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y en verdad nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1 Juan 1.3, LBLA).
La frase a la que quiero llamar vuestra atención en esta meditación es “os proclamamos”. Casi todo lo expresado en la primera sección de la epístola tiene que ver con esto. Juan se esfuerza en hacernos comprender que somos responsables de dar a conocer un mensaje. Claramente se trata del mensaje que los apóstoles habían sido encomendados a proclamar, pero de aquí y de otros textos del Nuevo Testamento se desprende la responsabilidad que todos los creyentes tenemos de anunciar el mensaje apostólico a los demás.
El contenido de ese mensaje es una persona. Aunque proclamamos verdades, no sólo anunciamos verdades. Se trata de “la Verdad” (Juan 14:6). Aunque proclamamos declaraciones doctrinales, el mensaje cristiano se trata realmente del Logos de Dios —de la verdadera teología. Se trata de Alguien, y ese Alguien es Dios y hombre a la vez. El mensaje del cristianismo es Cristo.
Tenemos un mensaje que proclamar. No podemos cambiarlo, alterarlo, ni intentar mejorarlo. Es el mejor mensaje que puede ser proclamado jamás. Las buenas nuevas de Jesús son la respuesta a la necesidad más profunda del alma humana. Con razón Pablo se comprometió a predicar a Cristo y las implicaciones de su muerte en la cruz (1 Cor. 2:2). Pudo recorrer mar y tierra, y experimentar todo tipo de vicisitudes con tal de dar a conocer a Aquel que le había salvado.
Una vez creído, el contenido de este mensaje debe ser anunciado a los demás a nuestro alrededor. No hay creyente que no haya sido constituido en emisor de este anuncio. Callarlo puede ser un gran crimen, cuando menos es una gran desobediencia.
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