por Charles Spurgeon*
La última vez que escribí un libro pisé los callos y juanetes de algunas personas, las cuales me respondieron con cartas llenas de ira en la que me preguntaron: “¿Estás hablando de mí?” En esta ocasión, para ahorrarles el gasto de medio penique en tarjeta postal, comenzaré mi libro diciendo: Al que le sirva el sombrero, que se lo ponga.
Sin ánimo de ofender, pero si algo de lo expresado en estas páginas toca el corazón de alguien, no lo envíe a la casa del vecino, sino que haga un gallinero para sus propios pollos. ¿Cuál es el beneficio de leer y escuchar para otros? No comemos ni bebemos para ellos. ¿Por qué debemos prestarles nuestros oídos y no nuestras bocas? Entonces, buen amigo, si encuentras una azada en estas premisas, elimina las malas hierbas de tu propio jardín con ella.
El otro día hablaba con Guillermo Shepherd acerca del viejo asno de nuestro amo, y le expresé: “Es tan viejo y terco; no vale la pena mantenerlo”. “No”, me dijo Guillermo, “y peor aún, es tan vicioso que uno de estos días de seguro le ocasionará un mal a alguien”. Ustedes saben que las paredes tienen oídos. Estábamos hablando a alto volumen, pero no sabíamos que los montones de paja tenían oídos. Nos quedamos absortos cuando vimos salir a Joe Scroggs de detrás del montón. Estaba tan enrojecido como la cresta de un pavo y despotricando como un loco. Empezó a maldecirnos a Guillermo y a mí, como el gato que escupe a un perro. Le salió el mono. Nos dejó saber que era tan buen hombre como cualquiera de nosotros, o como nosotros dos juntos. Comenzó a hablar acerca de él diciendo esto y aquello. Le dije al viejo Joe que no estábamos pensando en él ni hablando de él; que podía ahorrar su aliento para cuando tuviera que enfriar su avena, porque nadie había tenido ninguna intención de hacerle ningún daño. Todo esto lo único que hizo fue que me llamara mentiroso, y rugió más fuertemente aún. Mi amigo Guillermo comenzó a alejarse agarrándose las sienes, pero cuando vio que Scroggs todavía estaba echando humo, se echó a reír y volviéndose le dijo: “Joe, estábamos hablando del asno del amo y no de ti; pero te prometo que ahora no podré ver a ese asno de nuevo sin pensar en Joe Scroggs”. Joe sopló y resopló; quizás consideró el trabajo un tanto incómodo porque lo dejó. Guillermo y yo nos fuimos a trabajar con una nota de alegría, porque el viejo Joe se había tropezado con la verdad acerca de sí mismo al menos una vez en su vida.
El mencionado Guillermo Shepherd en ocasiones ha sido duro conmigo en sus comentarios, pero me ha hecho bien. En parte es debido a sus embestidas al corazón que pude escribir este libro, porque consideraba que yo era holgazán. Quizás lo soy; quizás no. A Guillermo se le olvida que tengo otras cosas importantes que hacer. Además, no recuerda que la mente de un labrador quiere un poco de barbecho y que no puede dar cosecha cada año. Es muy difícil hacer una cuerda cuando el cáñamo se agota, o panqueques si no hay con qué batir, ni pastel de manzana sin las manzanas. Del mismo modo se me hace difícil escribir cuando ya he dicho todo lo que sé. Realmente dar mucho a los pobres aumenta los bienes de un hombre, pero con la escritura no es lo mismo. Soy tan pobre escribiente que no me sale por esforzarme. Si tus pensamientos sólo fluyen como gotas, no podrás llenar los cubos.
Sin embargo, Guillermo ha hurgado en mis adentros y estoy comprometido con él. Le mencioné el otro día lo que el caracol dijo al alfiler: “Gracias por sacarme, pero eres bastante puntiagudo, ¿sabes?” Aún así, el amo Guillermo no está lejos del blanco. Después de que trescientas mil personas compraran mi libro, realmente ya era tiempo de escribir otro. Por tanto, aunque no soy sombrerero, me convertiré en fabricante de gorros, y aquellos que tengan cabezas pueden probar mis mercancías; lo que no tengan ni siquiera los tocarán.
Para servirles, amigos, el áspero y agudo,
Juan Arador
* Tomado de Las Ilustraciones de Juan Arador; traducción por Salvador Gómez Dickson.
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