domingo, 20 de julio de 2014

La envidia siempre gana

por Tim Challies*

He escrito antes acerca de la envidia y me he referido a ella como “el pecado perdido.” La envidia es un pecado al que soy propenso, aunque siento que es uno de esos pecados contra los que he luchado arduamente, y al hacerlo, he experimentado mucha gracia de parte de Dios. Su prevalencia en mi vida no es ni cerca lo que una vez fue. No obstante, recientemente sentí que amenazaba con levantar su repugnante cabeza de nuevo y pasé algo de tiempo reflexionando en ello. He aquí tres breves observaciones con respecto a la envidia.

La envidia es competitiva

Soy una persona competitiva y creo que es esa vena competitiva la que permite que la envidia haga sentir su presencia en mi vida. La envidia es un pecado que me hace sentir resentimiento, ira o tristeza por el hecho de que otra persona tiene algo u otra persona es algo que quiero para mí mismo. La envidia me apercibe de que otra persona tiene alguna ventaja, alguna cosa, que quiero para mí. Y todavía hay más: La envidia me hace querer que la otra persona no lo tenga. Esto significa que hay al menos tres componentes de maldad en la envidia: el profundo descontento que surge cuando veo que otra persona tiene lo que quiero; el deseo de tenerlo para mí; y el deseo de que le sea quitado a la otra persona.
¿Lo ves? La envidia siempre compite. Exige que siempre haya un ganador y un perdedor. La envidia casi siempre sugiere que yo, la persona envidiosa, soy el perdedor.

La envidia siempre gana

La envidia siempre gana, y si la envidia siempre gana, yo pierdo. He aquí el problema de la envidia: Si obtengo lo que deseo, pierdo, porque lo único que generará será orgullo e idolatría dentro de mí. Ganaré la competencia que yo mismo creé y me enorgulleceré de mí mismo. La envidia promete que si tan sólo pudiera conseguir lo que quiero, estaré finalmente satisfecho, estaré contento. Pero es una mentira. Si lo obtengo lo único que haré será crecer en orgullo. Pierdo. Por el otro lado, si no consigo lo que quiero, si pierdo la competencia, soy propenso a hundirme en la depresión o en la desesperación. La envidia promete que si no obtengo lo que deseo, no vale la pena vivir mi vida porque soy un fracaso. Una vez más, pierdo.
En ambos casos, yo pierdo y la envidia gana. La envidia siempre gana, a menos que yo haga que ese pecado muera.

La envidia divide

La envidia divide a personas que deberían ser aliadas. La envidia separa a personas que deberían ser capaces de trabajar bien unidas. Es un pecado astuto en el sentido de que me hará compararme con personas que en gran medida son como yo, no con personas diferentes a mí. Difícilmente envidie a una superestrella del deporte o a un músico famoso, porque la distancia entre ellos y yo es demasiado grande. En lugar de ello, me será más fácil envidiar al pastor que está una calle más abajo de la mía y que tiene una congregación más grande o un edificio mejor; me será más fácil envidiar al escritor cuyos libros o blog son más populares que los míos. En lugar de poder laborar junto a estas personas basado en intereses y deseos similares, la envidia me apartará de ellos. La envidia les convertirá en mis competidores y en mis enemigos, en lugar de hacerles mis aliados y colaboradores.
¿Cuál es la cura para la envidia? No lo puedo decir mejor que Spurgeon: “La cura para la envidia se encuentra en vivir bajo un continuo sentido de la presencia divina, adorando a Dios y teniendo comunión con Él todo el día, sin importar lo largo que parezca el día. La verdadera religión levanta el alma a un región superior, donde el juicio y la razón se hacen más claros, y donde los deseos son más elevados. Mientras más haya del cielo en nuestras vidas, menos de la tierra codiciaremos. El temor de Dios echa fuera la envidia de los hombres.”

* Este artículo apareció originalmente en el blog de Tim Challies y ha sido traducido y reproducido aquí con el debido permiso del autor. Traducción: Salvador Gómez Dickson.

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