Lo que hace la diferencia en la gran división de la humanidad es el nuevo nacimiento. De ahí la expresión con que inicia el v. 10: “En esto se reconocen los hijos de Dios y los hijos del diablo”. Se puede afirmar que la humanidad está dividida entre los que nacen una sola vez y los que nacen dos veces. La Biblia describe el origen y la naturaleza del segundo nacimiento como celestial (de arriba) y espiritual. No es el resultado físico de un deseo de los hombres (Juan 1:12-13), sino algo que sólo Dios el Espíritu Santo puede llevar a cabo (Juan 3:5-8).
El apóstol Juan nos brinda aquí una de las características de los hijos de Dios: son incompatibles con el pecado. Oímos hablar de personas incompatibles, de piezas incompatibles, de computadores incompatibles con determinados programas y accesorios. Los creyentes, por identidad, son incompatibles con el pecado. Para ellos es imposible firmar un tratado de paz con el pecado que su Padre tanto aborrece.
La obra de Jesús se trata precisamente de la destrucción del pecado. “Y vosotros sabéis que Él se manifestó a fin de quitar los pecados” (1 Juan 3.5). La ejecución de esa obra comenzó en la cruz del Calvario, pero toma forma en los corazones de cada uno de los creyentes cuando el Espíritu aplica la obra de Jesús por medio de la regeneración. Es una obra invisible pero espectacular, en la que uno no de sus resultados es que ahora la práctica del pecado es incongruente con la nueva naturaleza de los hijos de Dios.
“Qué maravilla es que sea Dios mismo el origen de la vida eterna y espiritual de una persona… Decir la oración del pecador o unirse a una iglesia no hacen justicia a la maravilla de la realidad que tales actos reflejan… La necesidad de nacer de nuevo del Padre muestra las profundidades de la destrucción del pecado. Nada menos que un nuevo nacimiento puede restaurar la vida que se perdió a causa del pecado. Nada menos que una vida nueva puede remediar el quebrantamiento de la relación entre una persona y Dios, y destruir las obras del diablo —tanto su obra en Edén como el efecto subsiguiente del mal que Satanás desató en el mundo” (Karen Jobes; 1, 2 & 3 John; Exegetical Commentary on the New Testament, p. 149).
¿A qué se refiere Juan con “no puede pecar”? Es evidente que no está hablando de imposibilidad de pecar de este lado de la eternidad por el llamado a confesar los pecados que cometemos (1:9), por la denuncia contra aquellos que niegan la presencia del pecado en sus vidas (1:8, 10), por la obra de un Abogado por “si alguno peca” (2:1) y por la afirmación de la eficacia de una sangre que nos limpia (tiempo presente) de todo pecado (1:7). Creo que se refiere a una diferencia radical en la actitud con que los creyentes pecan en contraposición a la forma en que los incrédulos lo hacen. Como bien lo expresa Jobes: “El pecado que un hijo de Dios nacido de nuevo no es capaz de cometer es la anomia, aquella autonomía radical que rechaza que la autoridad de Dios defina cómo la gente debe vivir” (p. 151). De hecho, cuando nuestras versiones traducen 3:4 como “infracción de la ley”, el término griego es anomia con artículo definido. Puede ser que Juan se esté refiriendo al hecho de que los creyentes no pueden vivir de una forma final y determinante como si no tuvieran autoridad sobre ellos (que a la larga no es otra cosa que el pecado de la apostasía). En otras palabras, el texto no está afirmando que el creyente sea incapaz de pecar, sino que es incapaz de entregarse de nuevo al mismo como cuando era un esclavo del mismo. ¿Cómo se ve eso en la práctica? No es tan sencillo de describir.
Una cosa es clara, sin embargo, el ser hijos de Dios nos hace partícipes de la naturaleza divina. Aunque de manera imperfecta, Su odio hacia el pecado también viene a ser una característica de los hijos de Dios. Todos vamos a morir. Pero también podemos afirmar que los que nacen una sola vez morirán dos veces. Primero sufrirán la muerte física, y luego la muerte eterna. No así con aquellos que nacen dos veces. El nuevo nacimiento no impedirá que experimenten la muerte física, pero sí la muerte eterna. Si quieres morir tan sólo una vez, entonces deberás nacer de nuevo. Si ya has nacido de nuevo, debes saber que tu nueva naturaleza es incompatible con el pecado. La gran esperanza final es que viene el día cuando no sólo seremos incompatibles con el pecado, sino que tampoco podremos cometer ni un solo pecado. Como dice el himno: “Yo sólo espero ese día…”
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