por Roger Ellsworth*
2 Reyes 5:8-15
Naamán era un gran hombre. Fue capitán del ejército de Siria y un hombre admirado y respetado por todos. Dondequiera que iba llamaba mucho la atención y se jactaba de sus grandes hazañas militares. Si Naamán estuviera vivo en la actualidad, habría sido una celebridad. Se le haría difícil salir en público sin que las personas le soliciten su autógrafo, y, sin duda, nos toparíamos con su foto en la portada de las revistas People o Time. Le encontraríamos haciendo apariciones en los diferentes programas de entrevistas y no nos sorprendería escuchar que ha sido seleccionado como invitado de honor en alguna función pública.
El estatus de celebridad no nos aísla de los problemas y pruebas de la vida, y Naamán tenía un problema, un problema muy serio. Era un leproso. En aquellos días la lepra era el equivalente médico de lo que es el SIDA en la actualidad. Era lo mismo que escuchar una sentencia de muerte.
Todo el mundo de Naamán se había desmoronado a su alrededor. Sus hazañas militares, fama y fortuna no significaban nada ahora. Tenía lepra, y eso significaba que iba a padecer una muerte lenta y agonizante.
Pero de repente Naamán vino a ser el foco de una notable cadena de acontecimientos. Una muchacha que había traído de Israel como esclava para su esposa tenía una historia interesante que contar. Ella expresó que había un profeta en Israel que podía curar a Naamán de su lepra. Parecía demasiado bueno para ser verdad, pero Naamán decidió mencionar el caso al rey de Siria. De inmediato el rey envió a Naamán junto con una carta al rey de Israel. Cuando leyó la carta, el rey de Israel quedó atónito, porque esto parecía indicar que el rey de Siria esperaba que él sanara a Naamán. El profeta Eliseo lo sacó del apuro diciendo al rey de Israel que enviara a Naamán hacia él.
Una cura ofrecida y rechazada
Esta cadena de eventos por fin llevó a Naamán a la casa de Eliseo, el lugar en el que le hallamos en los versos citados al principio de este capítulo. Naamán no tuvo que esperar mucho tiempo. Rápidamente el profeta envió a su criado con este mensaje: ‘Ve y lávate en el Jordán siete veces, y tu carne se te restaurará, y serás limpio’ (v. 10).
Basta con pensar por un momento acerca de lo que está pasando en esta escena. Por un lado tenemos a un Naamán aquejado con la enfermedad más temida de sus días, una enfermedad para la que no había absolutamente ninguna cura aparte de la intervención divina. Y por el otro lado tenemos al profeta diciéndole que Dios intervendría a su favor con tan solo ir hasta el río Jordán y lavarse siete veces. ¿Qué hubieras hecho tú de haber estado en los zapatos de Naamán? ¿No habrías dado las gracias al criado de Eliseo por el mensaje, no le habrías pedido que dé las gracias a Eliseo y a su Dios por la cura y te hubieras dirigido hacia el Jordán? Pero esa no fue la reacción de Naamán. En vez de agradecer amablemente a Eliseo y de salir prontamente hacia el Jordán, ¡su respuesta fue hacer una rabieta! ¡Se encolerizó! ¿Puedes imaginar la escena? Se le dice a hombre con una enfermedad terminal que hay una cura disponible para su enfermedad, y lo que hace es encolerizarse e irse. ¡Qué acción tan tonta e infantil!
La razón para el rechazo
¿Qué llevó a Naamán a hacer tal cosa? No tenemos necesidad de ir muy lejos para encontrar la respuesta a esa pregunta. Naamán nos da la respuesta. En la versión de las Américas todo está resumido en estas dos pequeñas palabras: ‘Yo pensé…’ (2 Reyes 5:11). La Reina-Valera 60 utiliza seis palabras para traducirlo: ‘He aquí yo decía para mí…’.
En otras palabras, Naamán llegó a la casa de Eliseo con ciertas ideas preconcebidas en su mente. Lo tenía todo resuelto de antemano. Había determinado con exactitud en su propia mente y con su propia sabiduría cómo Eliseo debía de efectuar la cura. Para él no era suficiente el ser curado de la lepra; quería ser curado de una manera que se acomodara a sus ideas preconcebidas y a su sabiduría. Cuando el criado de Eliseo salió y anunció lo que él debía de hacer, la sabiduría de Naamán no fue satisfecha y sus ideas preconcebidas quedaron hechas añicos.
¿Qué le habrá susurrado al oído su sabiduría mientras se dirigía a la casa de Eliseo? ¿En qué estaba pensando Naamán cuando llegó a la puerta de Eliseo? En que sea cual sea la cura propuesta por Eliseo, debía tener en cuenta la dignidad y posición de este capitán. En otras palabras, como señala Alexander Maclaren, Naamán quería ser tratado como un gran hombre que de paso era leproso, pero la cura de Eliseo lo trató como a un leproso que de paso era un gran hombre.
La cura que Eliseo propuso no sólo ignoró la grandeza de Naamán; también se apartó del esquema que él tenía con el fin de humillarlo. En primer lugar, Eliseo ni siquiera le extiendió la cortesía de ir a su encuentro (v. 11). Eliseo no estaba interesado en su grandeza ni quería su autógrafo.
En segundo lugar, la cura de Eliseo ignoró por completo el hecho de que Naamán había traído una fortuna enorme consigo para pagar la sanación (v. 5). Pero la curación fue el resultado de la gracia de Dios y, por ende, no había lugar para el oro, la plata o la ropa de Naamán.
En tercer lugar, la cura le requería hacer algo que él encontraba personalmente indeseable y repugnante: el tener que bañarse en las aguas del Jordán (v. 12). Esto ofendió a Naamán por dos motivos. Primero, porque el Jordán era un río sucio y fangoso, y pensaba que no era apropiado que alguien de su clase cayera tan bajo como para bañarse en esas aguas. Además de eso, segundo, hacía violencia contra el orgullo nacional de Naamán. A su modo de ver, si la cura era sólo una cuestión de bañarse en un río, los ríos de su propio país, Siria, eran mucho mejores que cualquier río de Israel.
Además, este baño era algo que cualquier niño podía hacer. Naamán había llegado preparado para hacer una ‘gran cosa’ (v. 13), y el profeta le pidió que hiciera algo sencillo.
El error de Naamán se repite
¿Qué tiene todo esto que ver con nosotros? La sobria verdad es que hay multitudes que están haciendo exactamente lo mismo que Naamán. Como puedes ver, la Biblia nos dice que todos estamos afectados por la enfermedad terrible y mortal del pecado —una enfermedad aun más letal que la lepra de Naamán, ya que a final de cuentas desemboca en la destrucción eterna. La Biblia también nos dice que aparte de la intervención divina, no existe absolutamente ninguna cura para el pecado. Pero, ¡milagro!, la Biblia también dice que Dios ha intervenido y ha puesto a nuestra disposición una cura en y a través de la persona de su Hijo, Jesucristo. Este Cristo, por su vida perfecta y su muerte expiatoria, ha hecho todo lo que se necesita para que nuestros pecados sean perdonados y para que tengamos vida eterna en el cielo.
¿No son noticias increíblemente gloriosas? ¡Hay una cura disponible para nuestros pecados! Uno pensaría que la inmensa mayoría correrían a abrazar la cura del Evangelio y asegurar así la eternidad en el cielo, pero, sorprendentemente, hay multitudes que hacen lo mismo que hizo Naamán. Después de escuchar la buena nueva de una cura, se apartan. No es que no necesitan una cura para el pecado. ¡La necesitan! No es que la cura no está disponible. ¡Lo está!
¿Por qué, entonces, hay tantos que dan la espalda a la cura? La respuesta es que el evangelio les ofende. Va en contra de su sabiduría y de su sentido de dignidad. No toma en cuenta sus riquezas, la posición social o nivel de educación. El evangelio dice que todos sin excepción están en pecado, y también afirma que no hay absolutamente nada que podamos hacer para ganar o merecer la salvación, sino que somos totalmente dependientes de la gracia de Dios. Queremos llegar delante de Dios con los siclos y las mudas de ropa de Naamán, y hacer que nos acepte sobre la base de lo que somos y de lo que hemos hecho. Sin embargo, tal como Eliseo ignoró la riqueza y dignidad de Naamán, así rechaza Dios todos nuestros intentos de comparecer delante de Él sobre la base de nuestros propios méritos o logros.
Más aún, el Evangelio requiere que hagamos algo que parece ridículo y hasta repugnante. Se nos dice que debemos humillarnos en arrepentimiento y fe ante la muerte expiatoria de Jesús en la cruz. Esto ofende a muchos. Miran esa cruz sangrienta y piensan que debe haber otra manera, una manera más sofisticada y atractiva. Al igual que Naamán, no tienen problemas para pensar en otras cosas que tienen más sentido, pero el dedo de Dios señala inexorablemente hacia esa cruz como el único camino de salvación.
Ninguna generación ha quedado más impresionada con la sabiduría y dignidad humanas que la nuestra. Nuestra época está ensimismada con los derechos humanos, la igualdad y la equidad. Esto no quiere decir que no haya un lugar legítimo para estas preocupaciones. Todos estamos hechos a imagen de Dios, y ciertamente esto da a cada ser humano una dignidad básica y proporciona la base para los derechos humanos.
Pero el lugar adecuado para enfatizar la dignidad humana se encuentra en nuestra relación con los demás, no en nuestra relación con Dios. La dignidad humana es correcta entre los seres humanos, pero insuficiente cuando se trata de nuestro estatus delante del Señor. Nuestra dignidad viene de Dios, pero nunca se debe utilizar como excusa para no postrarnos ante Él. A muchos se les dificulta hacer esta distinción, y cuando son confrontados con el evangelio y con su demanda de sumisión, el espíritu de Naamán puede fácilmente cobrar vida en ellos.
El consentimiento de Naamán
Pero volvamos a Naamán. Por fortuna sus servidores se dieron cuenta de que él estaba alejándose neciamente de la única esperanza que tenía para una cura, y comenzaron a razonar con él. Su razonamiento era sencillo. Si Eliseo le hubiera pedido que realizara alguna proeza extraordinaria, no habría dudado en intentarlo. ¿Por qué entonces se resiste a hacer algo tan simple?
Por fin vio Naamán su locura y aceptó ir al Jordán. Una vez allí obedeció por completo la palabra del Señor que tuvo a través de Eliseo, e inmediatamente después de su séptima sumergida su carne se ‘volvió como la carne de un niño’ (v. 14).
¿Qué hizo Naamán cuando vio su carne? ¿Saltó de alegría? ¿Abrazó a todos sus sirvientes? ¿Besó los caballos que tiraban de su carro? La Biblia no nos dice. Una cosa que sí nos dice es que regresó a la casa de Eliseo. ¡Cuán distintas fueron las cosas en esta segunda visita! Esta vez el profeta sí lo vio. Y esta vez Naamán tuvo palabras distintas en sus labios. En lugar de decir: ‘Yo pensaba…’ es capaz de decir: ‘Yo sé …’ Expresó lo siguiente: ‘He aquí, ahora conozco que no hay Dios en toda la tierra, sino en Israel…’ (v. 15).
¡Qué gran lección hay aquí! Si alguna vez queremos ser capaces de decir ‘Yo sé ... ’ debemos dejar de decir: ‘Yo pienso…’ En otras palabras, si alguna vez queremos tener el gozo, la paz y la confianza que brinda el evangelio, debemos dejar de discutir con Dios y aceptar el evangelio como la única cura para el pecado. Debemos dejar de apoyarnos en nuestra dignidad y sabiduría y postrarnos ante la sabiduría de Dios en Cristo Jesús.
1 comentario:
Profunda reflexión...con la hermosa historia de Naamán como reflejo del nuestro días...ahora entiendo porque a tantas personas se les hace difícil aceptar al Señor Jesucristo!
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