“Pero en ti hay perdón, para que seas reverenciado” (Salmo 130:4).
Es cierto que, una vez en Cristo, el creyente goza de una relación de cercanía y confianza con el Señor. Podemos acercarnos con confianza al trono de la gracia. Se nos instruye a dirigirnos a Dios en oración como a nuestro Padre.
No obstante, esa nueva relación no significa que Dios sea menos glorioso y majestuoso, o menos merecedor de nuestro respeto. Aquellos cristianos del pasado más conocidos por su cercanía al Señor fueron los mismos que mostraron el mayor grado de reverencia.
¿Qué debe infundir el hecho de que nuestros pecados hayan sido perdonados? ¿Significa eso que ahora Dios no toma tan en serio nuestros desvaríos? ¿Implica que la actitud con que nos acercamos a Él ya no cuenta? De ningún modo. El salmista entiende que el privilegio del perdón, antes que empequeñecer, aumenta nuestro sentido de admiración y respeto hacia Dios.
“El perdón engendra alivio; irónicamente, también engendra una reflexión sobria que cuadra con la reverencia y el temor piadoso, porque el pecado nunca puede ser tomado a la ligera, ni el perdón puede ser recibido con ligereza” (D. A. Carson; For the love of God : A daily companion for discovering the riches of God's Word. Volume 1 (July 2). Wheaton, Ill.: Crossway Books.
¿A dónde se ha ido la reverencia? ¿A dónde el santo temor? ¡Nuestro Dios es amor!—debemos proclamarlo a voces. Pero es también “fuego consumidor” (Heb. 12:29). “Si soy señor, ¿dónde está mi temor? dice Jehová de los ejércitos” (Mal. 1:6).
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