sábado, 4 de febrero de 2012

DOS CIUDADANÍAS


En nuestra entrada anterior estuvimos considerando Isaías 24–27, conocida por algunos como “el Apocalipsis de Isaías”. El gran tema allí es lo que va a ocurrir con las dos ciudades. Una representa al mundo (la ciudad terrenal) y la otra el cielo (la nueva Jerusalén). La misión de Isaías es consolar a su pueblo con los eventos del fin, para asegurarles que la injusticia de las naciones no se impondrá, sino que Dios enviaría un Mesías libertador que daría paso a un reino de justicia y paz universal. Pero antes de considerar el destino trazado para cada una de estas ciudades, digamos algo con respecto a los ciudadanos de cada una de ellas.

Cada quien es ciudadano de una de estas dos ciudades. La doble ciudadanía no está permitida. Por nacimiento todos venimos a este mundo como ciudadanos de la ciudad terrenal. El mundo es nuestra patria. Pablo lo expresa de esta manera en Efesios 2:12:

·      En aquel tiempo estabais sin Cristo, alejados de la ciudadanía de Israel y ajenos a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo.

Los efesios eran gentiles. Físicamente hablando no tenían la ciudadanía de Israel. Sin embargo, lo que Pablo está diciendo trasciende la ciudadanía física. Anteriormente estaban alejados la “ciudadanía de Israel”, lo que implica que ahora no lo estaban. Ahora en Cristo habían adquirido una nueva nacionalidad. Ahora eran participantes de los pactos de la promesa. Ahora tenían esperanza. Ahora tenían a Dios.

Nadie nace siendo ciudadano celestial. Esa ciudadanía se adquiere por medio del nuevo nacimiento. ¿Quiénes entrarán al cielo? Sólo los que han adquirido previamente la ciudadanía celestial. Nadie llegará por medio de una visa de turista. Quien llega al cielo, lo hace porque en algún momento de su vida en esta tierra juró por la bandera de Dios. El momento de la conversión define el cambio de ciudadanía. En Filipenses 3:20, el apóstol nos brinda la ubicación de esta nueva nacionalidad:

·       Mas nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo.

Es posible vivir en un país sin ser ciudadanos de éste. El caso de los cristianos es precisamente ése. Vivimos en el mundo pero no somos del mundo (Juan 17:14-16). La meta es llegar al cielo, no hacer morada permanente aquí. Todavía no hemos llegado; lo que nos convierte en peregrinos. Estamos de paso, pasando por tierra extranjera mientras nos dirigimos a nuestra nueva Jerusalén.

Existe una diferencia marcada entre las costumbres de los ciudadanos de una ciudad y los de la otra. Es lo que Juan Bunyan presenta de manera inolvidable en su famosa obra EL PROGRESO DEL PEREGRINO. Cuando Cristiano y Fiel llegan a la Feria de la Vanidad, los habitantes observan que el hablar y la forma de vestir de ambos era diferente. Bunyan escoge mencionar estas dos cualidades, pues ciertamente el contenido y la forma de lo que habla un hijo de Dios debe ser cualitativamente muy diferente. Y lo mismo podemos decir del vestir: la modestia debe ser una marca distintiva de todo el que profesa haber sido regenerado por el Espíritu SANTO. Bien lo expresa Tim Keller: “Los cristianos están llamados a ser una ciudad alternativa dentro de cada ciudad terrenal.” El Señor nos ha colocado en la ciudad de este mundo, pero no para que formemos parte de ella, no para que nos conformemos a sus intereses y forma de pensar, sino para influir, para rescatar, para dar testimonio.

Nos manda a salir del mundo, y a quedarnos en él. Por un lado tenemos textos como 2 Corintios 6 y Apocalipsis 18, que nos invitan a salir de la ciudad terrenal.

·      No os unáis en yugo desigual con los incrédulos; porque ¿qué compañerismo tiene la justicia con la injusticia? ¿Y qué comunión la luz con las tinieblas?¿Y qué concordia Cristo con Belial? ¿O qué parte el creyente con el incrédulo?¿Y qué acuerdo hay entre el templo de Dios y los ídolos? Porque vosotros sois el templo del Dios viviente, como Dios dijo: Habitaré y andaré entre ellos, Y seré su Dios, Y ellos serán mi pueblo. Por lo cual, Salid de en medio de ellos, y apartaos, dice el Señor, Y no toquéis lo inmundo; Y yo os recibiré, Y seré para vosotros por Padre, Y vosotros me seréis hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso” (2 Corintios 6:14–18).

·      Y oí otra voz del cielo, que decía: Salid de ella, pueblo mío, para que no seáis partícipes de sus pecados, ni recibáis parte de sus plagas” (Apocalipsis 18:4).

Y por otro lado, leemos de la encomienda divina a ser testigos de Jesús y luz de este mundo:

·      “Vosotros sois la luz del mundo; una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder. Ni se enciende una luz y se pone debajo de un almud, sino sobre el candelero, y alumbra a todos los que están en casa. Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mateo 5:14-16)

Es evidente, entonces, que el “salid” no se refiere a una separación física, sino moral y espiritual. Es no tomar el molde o la forma de pensar de este mundo (Rom. 12:2). Es no amar el mundo ni las cosas que están en el mundo (1 Juan 2:15-17). Es vivir en la tierra con una actitud celestial. Muy bien lo dice el himno: “Soy peregrino aquí”. Sus palabras son un eco de lo que el apóstol Pedro dijo inspirado por el Espíritu Santo:

·      “Amados, yo os ruego como a extranjeros y peregrinos, que os abstengáis de los deseos carnales que batallan contra el alma” (1 Pedro 2:11).

Nuestra morada permanente no está aquí, y nuestras acciones y actitudes deben corroborarlo. Cuando viajamos a tierras extranjeras, no pasamos el breve tiempo de nuestra visita construyendo una casa ni buscando empleo. Sólo estamos de paso. Del mismo modo, es locura espiritual vivir en esta morada temporal como si nunca fuéramos a dejarla. En esto probaron los patriarcas de Hebreos 11 su fe.

·      “Conforme a la fe murieron todos éstos sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos, y creyéndolo, y saludándolo, y confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra” (Hebreos 11:13).

Algo nos hace sentir fuera de lugar. La oposición a Dios que el mundo manifiesta nos repele. Toda la cultura del entretenimiento está plagada de actitudes anti-Dios. Lo vemos en las películas, en el teatro, en la música... en fin, en todas las facetas de la cultura. Es raro ver una película que no tenga algo cuestionable. El peligro está en que se emboten nuestras sensibilidades de conciencia y pasemos a tolerar lo que Dios nos manda incluso a sacar de los temas de nuestras conversaciones. En definitiva, este mundo no es nuestro hogar. Jesucristo ascendió a los cielos y nos prometió prepararnos morada permanente junto a Él. Por eso debemos hacer del cielo nuestro hogar aun antes de llegar a él. Todos conocemos la sensación especial que sentimos cuando después de pasar muchos días fuera, llegamos al hogar y decimos: "¡Por fin en casa!". Esa será nuestra experiencia al entrar al cielo. Como dice alguien: "Si estamos aquí, es porque todavía estamos camino hacia allá." Marcha con firmeza, amado hermano. Marcha sin desmayar, y alienta en el camino a otros peregrinos, porque estamos más cerca que antes de nuestro lugar de reposo.

“Porque no tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos la por venir” (Hebreos 13:14).

La literatura apocalíptica divina nos da la advertencia: el mundo está pasando y el juicio de Dios recaerá duramente sobre él. Para aquel que ama este mundo, esas son malas noticias. Pero para aquel que ama a Dios y a su reino, son buenas nuevas. El destino de la ciudad de Dios es bienaventurado. El destino de la Babilonia de este mundo es destrucción. Pero dejemos nuestro análisis de estos dos destinos para una próxima entrega. Por ahora te dejo con una pregunta: ¿Dónde está tu ciudadanía, la espiritual?

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