martes, 24 de enero de 2017

El pueblo de Israel: una advertencia contra la idolatría

por Roger Ellsworth*

Éxodo 32

El Antiguo Testamento trata primariamente de documentar los tratos misericordiosos de Dios con su pueblo. En un sentido secundario también se puede afirmar que busca documentar la lucha implacable del pueblo de Dios contra la idolatría.
Josué, el sucesor de Moisés como líder de Israel, conocía muy bien lo concerniente a esta lucha. En su discurso de despedida a la nación, retó al pueblo a permanecer fiel al Señor: ‘Ahora pues, temed al Señor y servidle con integridad y con fidelidad; quitad los dioses que vuestros padres sirvieron al otro lado del río y en Egipto, y servid al Señor’ (Josué 24:14).
El río al que Josué hacía referencia era el Eufrates. Abraham, el padre de la nación, vivía en la tierra de Ur, que está más allá del Eufrates, cuando Dios hizo el pacto con él. Antes de ser llamado por Dios, él había sido un idólatra (ver Josué 24:2).
Además, tal como Josué había observado, el pueblo de Israel había servido a dioses falsos cuando se encontraban en la tierra de Egipto. Dado que Josué sabía que la idolatría seguiría siendo la plaga de la nación, les advirtió con severidad sobre la importancia de permanecer fieles al Señor. La preocupación de Josué era bien fundada. Eventualmente la nación se dividiría en dos reinos, y cada uno de ellos sería conquistado por una nación extranjera y tomado cautivo, y la razón primaria para su destrucción fue la idolatría (2 Reyes 17:5-12; 22:16-17).
Es muy probable que un episodio en particular estuviera en la mente de Josué mientras daba su discurso de despedida. Él estuvo en el monte junto a Moisés cuando el pueblo rápidamente se movió de la adoración a Dios e hizo un becerro de oro (Exodo 24:13; 32:1-6).


El preludio hacia la idolatría

Si hemos de comprender la enormidad de esta zambullida en la idolatría, primero debemos recibir orientación. Bajo el liderazgo de Moisés, la nación de Israel gozaba de haber sido liberada de su esclavitud en Egipto hacia poco tiempo (Exodo 19:1). Estaban acampando al pie del monte Sinaí mientras Moisés tenía su encuentro con el Señor en la montaña (Exodo 24:12).

La afirmación del pueblo

Es muy importante que comprendamos que Moisés ya había realizado un viaje a la cima del monte, durante el cual recibió los Diez Mandamientos y otras instrucciones. Había reportado esto al pueblo (Exodo 19:3, 20-25; 24:3), el cual los recibió prestamente con la siguiente rotunda afirmación: ‘Haremos todas las palabras que el Señor ha dicho’ (Exodo 24:3).
No había ningún tipo de ambigüedad con respecto al segundo de estos mandamientos: ‘No te harás ídolo, ni semejanza alguna de lo que está arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No los adorarás ni los servirás’ (Exodo 20:4-5).

Los incentivos para obedecer

Tampoco había ningún tipo de ambigüedad con respecto al terrible costo de desobedecer este mandamiento. Después de hacer la declaración, el Señor procedió a añadir lo siguiente: ‘Porque yo, el Señor tu Dios, soy Dios celoso, que castigo la iniquidad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen, y muestro misericordia a millares, a los que me aman y guardan mis mandamientos’ (Exodo 20:5b-6).
Si esas palabras no servían de suficiente incentivo para que el pueblo de Israel obedeciera, todo lo que tenían que hacer era revisar las expresiones recientes de la bondad de Dios para con ellos. Les había librado de una esclavitud extrema y opresiva en Egipto, y les había tomado sobre ‘alas de águila’ (Exodo 19:4). Más aún, había prometido hacerles su especial tesoro, un reino de sacerdotes y gente santa (Exodo 19:5-6).
Esa bondad mostrada en el pasado unida a esa promesa para el futuro parecerían hacer de la obediencia a los mandamientos de Dios el deleite del corazón de todo israelita, pero la claridad del mandamiento, los incentivos para obedecerlo y su propio endoso de corazón hacia el mismo no fueron suficientes para estos corazones. Tan sólo cuarenta días después de Moisés haber ascendido al monte (Exodo 24:18), el pueblo se congregó alrededor de Aarón y comenzó a suplicarle que dirigiera el camino en una rebelión flagrante contra el segundo mandamiento.


La causa de su idolatría

¿Qué había tomado posesión de ellos para cometer semejante cosa? Argumentaron la ausencia de Moisés (v. 1). Para ellos era impensable que se haya ido por tanto tiempo y que fuera a regresar. Fue una asunción bastante notoria a la luz de cómo Dios había usado a Moisés. Moisés les había anunciado su liberación de Egipto (Exodo 6:5-7) y asegurado que poseerían la tierra prometida a sus padres (Exodo 6:8). También fue el instrumento que Dios usó para derramar las plagas sobre Faraón y todo Egipto (Exodo 7:14 – 12:30). Moisés fue quien sacó al pueblo de Egipto y quien les introdujo en el desierto del Sinaí (Exodo 12:31-39; 13:17 – 14:31).
Todo esto parecería indicar que Dios no iba a echar a Moisés a un lado antes de que la tarea de llevar al pueblo a la tierra prometida fuera completada. Pero el pueblo de Israel no estaba interesado en pensar profunda y seriamente con respecto a los tratos de Dios con ellos ni con respecto a lo que esos tratos sugerían —es decir, que su Dios era completamente fiel.
La verdad era que la ausencia de Moisés realmente no les importaba mucho. Tan sólo era el pretexto que tenían a la mano para poner en práctica lo que ya estaba en sus corazones. ¿Y qué estaba en sus corazones? Si saltamos varios siglos hacia adelante al libro de Hechos, encontramos el piadoso Esteban ofreciendo un relato inspirado del episodio del becerro de oro, y no dijo absolutamente nada acerca de la ausencia de Moisés. Sin embargo, él sí ofrece la siguiente explicación reveladora: ‘En sus corazones regresaron a Egipto’ (Hch. 7:39). La ausencia de Moisés no fue más que una realidad externa conveniente que sirvió como una excusa para ellos ceder a las inclinaciones de una realidad interna —corazones que todavía estaban en Egipto.
Egipto era todo lo que estas personas conocían y, tal como Josué declara con claridad (Josué 24:14), muchos de ellos llegaron a servir a los dioses visibles de Egipto. Ahora se encontraban lejos de Egipto y estaban siendo llamados a servir a un Dios invisible, un Dios de una santidad consumidora tal que ni siquiera podían acercarse a Él sin Moisés como su mediador. Quizás fue el deseo de tener lo que Michael Horton llama ‘una familiaridad zalamera’ con Dios lo que les hizo anhelar dioses como los que habían adorado en Egipto. En lo que a ellos se refiere, la ausencia de Moisés les brindó la oportunidad perfecta para satisfacer tal anhelo. Procedieron entonces a hacer la propuesta a Aarón (Exodo 32:1), hicieron el becerro de oro (vv. 2-4) y llevaron a cabo una celebración (vv. 5-6), la cual tenía más que ver con el sexo que con religión (la palabra hebrea que se traduce ‘se levantó a regocijarse’ también se usa en Génesis 26:8, donde definitivamente tiene una connotación sexual).
Se ha librado un debate arduo alrededor de la pregunta de si el pueblo veía este becerro de oro como un nuevo dios o sólo como una manera nueva y mejor de adorar al Dios que les había sacado de Egipto. El comentario de Esteban en el libro de Hechos indica que estaban pensando en términos de los dioses que habían adorado en Egipto y que estaban realmente aceptando a un nuevo dios. Pero es notorio que Aarón presentó el día de celebración usando el nombre pactal de Dios (Exodo 32:5). Por lo tanto, es posible que algunos del pueblo vieran el becerro de una forma, mientras el resto lo veía de otra manera.
Aun si la mayoría veía este becerro como una manera nueva y mejorada de adorar al Dios verdadero, ellos estaban terriblemente equivocados. El becerro, o el toro, un símbolo de poder, tenía la intención obvia de honrar el poder de Dios. Pero cualquier imagen de Dios hace exactamente lo contrario de lo que se tiene la intención de lograr. En lugar de revelar a Dios, lo que hace es oscurecerlo. El becerro de oro no puede hacer justicia al poder de Dios, pues, a diferencia del poder del becerro, su poder es ilimitado. Además, la imagen del becerro deja fuera todos los demás atributos de Dios. Dios es más que poder. También es omnipresente, omnisciente, santo, justo, sabio, misericordioso, lleno de gracia, fiel y eterno. Por esta razón, el becerro era realmente denigrante en cuanto a aquel que buscaban honrar, porque le reducía a un aspecto mínimo de su personalidad y le confinaba a un solo lugar.
Nada es más perturbador y patético en todo esto que el papel que fungió Aarón en el asunto. Ante la oportunidad de ponerse del lado de Dios y de la verdad en medio de la situación, él acató mansamente el deseo del pueblo (Exodo 32:2-5) y, cuando fue llamado por Moisés para que rindiera cuentas, explicó de forma poco convincente que simplemente había echado el oro al fuego y que el becerro surgió de forma milagrosa (vv. 21-24).


El costo de su idolatría

Todo se detuvo repentinamente como un carro que frena con chirridos con un juicio abrumador de proporciones inmensas (vv. 25-28). Luego de quemar el becerro y de reducirlo a polvo, Moisés  lo echó al agua y obligó a las personas a beberlo (v. 20). Todo esto tenía la intención de hacer comprender a los israelitas la extrema incapacidad de su dios. Un dios que no puede guardarse ni siquiera de ser quemado y molido no es un gran dios que digamos. Un dios que puede ser bebido por sus devotos seguidores es menos que ellos mismos. ¡Imagínense tener a un dios que sea adorado en un momento y al siguiente ser bebido!


Expresiones modernas de la idolatría

Israelitas desnudos bailando de manera incansable alrededor de un becerro de oro —todo suena muy crudo y tan diferente a nosotros, pero no es así. Todavía hay becerros que salen del fuego. Cuando damos a un objeto o persona la devoción o lealtad que sólo pertenece a Dios, somos culpables de idolatría. Si damos prioridad al dinero antes que a Dios, hemos hecho un ídolo Si damos prioridad al placer antes que a Dios, hemos hecho un ídolo. Y lo mismo ocurre con nuestras profesiones y nuestras familias.
La idolatría puede ser incluso más sutil. Cuando hacemos que el Dios de la Biblia se conforme a nuestras preferencias, hemos fabricado un ídolo.
El verdadero Dios no ha cambiado un ápice desde los eventos de aquel día hace siglos atrás. Todavía es el Dios de la gloria y santidad abrasadoras, y así como Israel no se podía acercar a Él excepto a través de la obra mediadora de Moisés, nosotros sólo podemos conocerle a través del verdadero mediador a quien Moisés sólo prefiguraba. Ese mediador no es ningún otro que el Señor Jesucristo (1 Tim. 2:5).
Pero este no es el tipo de Dios que la gente quiere en estos días. Queremos un Dios que sea fácil de manejar y sensible con quien se le acerca. Así como los israelitas se veían a sí mismos como soberanos en el área de la adoración, para nosotros también es fácil pensar de nosotros mismos de la misma manera. Nos enorgullecemos de saber qué es lo mejor y qué es lo que ‘vende’; y un Dios majestuoso, glorioso, que está vestido de misterio y que condena el pecado, no es lo que vende. La gente tampoco quiere escuchar de un Dios que insista en que sólo hay un modo de salvación, y que esa manera es la obra redentora de su Hijo en una ensangrentada cruz romana. Lo que vende es un Dios domado y no amenazante, uno que no esté interesado en nuestro servicio a Él, sino en servirnos a nosotros. Lo que la gente quiere es un Dios que se ocupe de ayudarnos a manejar los problemas y circunstancias de nuestras vidas. No nos preocupa el que Dios nos lleve a salvo a la eternidad, sino únicamente que nos haga pasar con comodidad a lo largo de otra semana. Hay predicadores e iglesias que, siguiendo el triste ejemplo establecido por Aarón, que siempre están deseosos de agradar a los demás, están sobre-simplificando el mensaje y quitando gloria a Dios con el propósito de dar a las personas lo que ellos quieren. Los servicios de adoración son ligeros y acogedores. La reverencia es vista como pasada de moda y ridículo. Las palabras santidad, fidelidad, compromiso, responsabilidad y disciplina son consideradas obscenas. Toda referencia al pecado, la culpa, la condenación y a un sacrificio de sangre es acallada.

Aunque hay mucho que lamentar en la iglesia moderna, todavía hay consuelo y esperanza. Hay un mediador, el Señor Jesucristo. Todavía está a la diestra de Dios para hacer intercesión por su pueblo, y cuando ellos vuelven en sí, ven su idolatría y se arrepienten de ello, pueden encontrar perdón y renovación por causa de la obra de Cristo (1 Juan 2:1).

* Traducido al español por Salvador Gómez Dickson y publicado en EL SONIDO DE LA VERDAD con el permiso del autor. El contenido es un capítulo de su libro “How to Live in a Dangerous World.”

miércoles, 11 de enero de 2017