por Maurice
Roberts
El
pecado ha tenido dos efectos notables sobre nuestros poderes críticos. Nos ha
hecho hipersensibles a las faltas ajenas e insensibles a las nuestras. Nacemos
siendo expertos en verlas faltas de nuestro vecino. Pero una perspicacia
espiritual nos lleva a ser olvidadizos en cuanto a esas mismas faltas en
nosotros. ¿Por qué nos es mucho más fácil advertir al hermano de la paja en su
ojo que quitar la viga del nuestro? “Hazme conocerme a mí mismo” no es una oración
común.
“Conócete
a ti mismo” ha sido una máxima de los filósofos y sabios desde tiempos remotos.
Pero, a pesar de ello, ¿cuál de ellos realmente se conoció a sí mismo? Robert
Burns no fue ningún santo, pero vio necesario exclamar:
¡Oh qué poder el Dador nos daría
Si nos viéramos a nosotros mismos como los demás lo
harían!
Burns
suspiró, como todos hacemos en nuestros mejores momentos, al llegar a la sabia
comprensión de que el conocimiento personal es el tipo de conocimiento que
alcanzamos para perdurar.
La
conciencia de que en parte somos desconocidos aun a nosotros mismos queda
plenamente confirmado por la Palabra de Dios. “¿Quién podrá entender sus
propios errores?” pregunta David (Sal. 19:12 ). “Todos los caminos del hombre
son limpios en su propia opinión; pero Jehová pesa los espíritus,” afirma
Salomón (Prov. 16:2). “Por lo cual eres inexcusable, oh hombre, quienquiera que
seas tú que juzgas; pues en lo que juzgas a otro, te condenas a ti mismo;
porque tú que juzgas haces lo mismo... ¿Y piensas esto, oh hombre, tú que
juzgas a los que tal hacen, y haces lo mismo, que tú escaparás del juicio de
Dios?” (Rom. 2:1,3). Fue a su gente y no a extraños a quienes nuestro Señor
dijo: “Vosotros no sabéis de qué Espíritu sois” (Luc. 9:55). Estos textos tienen
algo para todos nosotros.
Podemos
ser protestantes y evangélicos, pero dentro de nuestro protestantismo y
evangelicalismo llevamos oculto algo que no pertenece a ninguno de los dos, sino
que es el punto ciego de nuestra religión personal.
DE EXTREMO A EXTREMO
Cada
generación de cristianos tiene sus propios pecados que le rodean. La nuestra no
es la excepción. Quizá deberíamos decir que en el día de hoy somos testigos de
un abuso de los principios bíblicos entre cristianos, no muy diferente a
aquellos de la iglesia medieval con su forma peculiar. El cristianismo
medieval, con sus celdas monásticas y horas de introspección solitaria,
representó el movimiento del péndulo hacia un extremo. Nosotros, sin embargo,
hemos errado al balancearnos al extremo opuesto. Aquellos hicieron que la
religión consistiera exclusivamente en meditación. Nosotros hemos producido una
especie de cristianismo de tipo extrovertido y que tiene poco o ningún interés
en el cultivo del alma. Los cristianos medievales eran mórbidos; nosotros hemos
idolatrado la “felicidad”. Ellos abandonaron la predicación por la oración;
nosotros hemos hecho del “testificar” el todo del asunto. Mientras ellos huían
"del mundo", nosotros vivimos en él y estamos en el peligro de instar
al principio de la “libertad cristiana” por estar demasiado en él y ser como
él.
En
nuestros días observamos la insensatez de la vida monástica y correctamente
deploramos su extremismo, su visión falsa del mundo, su fracaso en la predicación
a los pecadores, su teología supersticiosa — en una palabra, su incapacidad de
ver sus fallos. Es humillante y saludable, entonces, que recordemos que la
próxima generación de creyentes escribirá en sus días una historia de nuestro
tiempo, y lo hará con la percepción de nuestra pecaminosidad, la misma que
eludimos hoy por estar viviendo tan cerca a nosotros mismos para verla.
NUESTRA HERIDA MORTAL
Si
nos viéramos como debemos hacerlo, ¿qué encontraríamos? Nos preguntamos: “¿cuál
es la falla resplandeciente del cristiano moderno?” Nuestro deber es hacer la
pregunta. ¿Habrá algo que brille más por su ausencia en los círculos cristianos
de hoy? Dado el hecho de que todos nos quedamos cortos en todo, ¿qué cosa en
particular debemos ver como la herida más grave de la iglesia moderna?
Podemos
consolarnos sabiendo que el fallo no está en nuestros principios de la Reforma.
El calvinista moderno tiene una teología teórica que sobrepasa todas las
teologías de la Edad Media y de la iglesia primitiva. Los principios reformadores
no son nuestro punto débil, sino la torre de nuestra fortaleza. No hay ninguna
sirena que nos inste a suavizar nuestros credos puritanos, ya sea por
substracción o por adición, que merezca nuestra atención. El fallo no está en
nuestro credo. Yace en otro lugar. Una vez más, el conocimiento, la habilidad y
la articulación no son nuestra herida mortal. La mente del cristiano
contemporáneo está informada por cientos de fuentes. Analizamos, evaluamos,
comentamos y discutimos. No existe continente, y mucho menos campo misionero,
del cual seamos ignorantes. Toda doctrina pasa por nuestro escrutinio. Estamos meticulosamente
bien informados. Nuestra debilidad no está en la información. Se encuentra en
otro lugar.
¿A
dónde se han ido todos los santos? Es evidente que vivimos en una época en que
el cristianismo ha abandonado la compañía de la santidad. La religión se ha
hecho algo de la mente antes que del alma. Cualquiera puede decir lo correcto,
conocer el lenguaje correcto, hacer los sonidos correctos, y es aceptado como
cristiano. Poco se demanda a los cristianos modernos a “ocuparse en su
salvación." El temor de Dios es raro. Muy pocos sobrepasan el nivel de ser
“ordinarios”.
Lo
que necesitamos, aparte de una mejor predicación, es una mejor forma de vida. Nuestra
actitud hacia los reformadores, los puritanos y los metodistas primitivos es
una de asombro por su sorprendente espiritualidad, antes que una de intento
serio de imitación. De alguna manera hemos tomado los aspectos de nuestra
herencia reformada que encontramos agradables o convenientes, dejando intactas
las partes que fastidian a carne y sangre. El resultado es que cuando nos
llamamos “reformados”, a menudo nos referimos a la asimilación de un conjunto
de ideas teológicas más que al modo de vida más santo que iba junto a ellas en
el pasado. Lo primero es necesario hacer sin dejar lo segundo.
EL CULTIVO DEL ALMA
Hablando
de manera general, las iglesias, seminarios y movimientos cristianos son buenos
en la medida en que las personas dentro de ellos lo son. No se levantarán por
encima del nivel de su liderazgo y membresía. La verdad del evangelio es la
misma en toda edad. Es un factor constante. Lo que varía tan grandemente es el
factor humano que le acompaña.
Cierto
es que lo que trastornará al mundo, no es tanto lo que predicamos sino lo que
somos. Pero si predicamos lo que obviamente no somos, entonces no hacemos más
que hacer que se desprecie la verdad. Tristemente este aspecto de la iglesia
moderna se ha destacado recientemente en el caso de algunos evangelistas de
televisión.
La
Escritura debería enseñarnos, y si no, la experiencia dolorosa nos enseñará que
Dios no bendice ni aun su propia verdad, cuando ésta se mantiene con una mala
conciencia y una vida injusta. La buena doctrina con una mala manera de vivir
no produce la expansión del cristianismo, sino una sociedad cada vez más
escéptica y eventualmente pagana. No faltan las señales de que este proceso ya
se encuentra en una etapa avanzada en tierras una vez famosas por el evangelio.
¿Por
dónde empezamos, si queremos reparar la ruina que vemos a nuestro alrededor?
Sólo hay una única respuesta. Debemos prestar más atención al alma. La santidad
comienza con el “hombre interior” y prosigue externamente con cada aspecto de
la vida. El alma es el hombre mismo. Ni sanas confesiones ni grandes
bibliotecas, nada guardará nuestras iglesias de los pecados de la época si
nosotros mismos no nos convertimos en mejores hombres.
Nunca
existirá un crecimiento marcado de nuestra santidad cristiana si no obramos
para vencer nuestra poca inclinación hacia los ejercicios espirituales
secretos. Nuestros antepasados llevaban diarios honestos donde registraban las
batallas del alma. Thomas Shepard, Padre Peregrino y fundador de Harvard,
escribió en sus notas privadas: “A veces la situación es tal que prefiero morir
antes que orar.” Así es con todos nosotros. Pero esta honestidad no es común.
Tales hombres se elevaban bien alto, siempre y cuando trabajaran con sudor y
lágrimas en el cultivo del alma. Nosotros, también, debemos “ejercitarnos para
la piedad” (1 Tim.4:7).
Hay
un bien a conseguir de nuestros ejercicios espirituales, el cual nada más
proveerá si los descuidamos. Lo que fortalece al alma es el empapar nuestros
espíritus diariamente en la Escritura hasta el punto de la fatiga, y la lucha
secreta diaria con el Todopoderoso hasta el punto de las lágrimas y el clamor.
Ni aun Cristo estuvo exento de la necesidad de tales experiencias regulares de
angustia en sus devociones (Heb.5:7-8). Retrocedemos ante el reto que ese
pasaje nos llama a encarar. Pero todas las grandes almas de nuestra tradición
reformada y puritana, y algunas de tradiciones menos privilegiadas, han encontrado
el secreto del Señor mientras esperaban delante de su presencia.
¿A
dónde se han ido los santos? No existe sustituto para la piedad. Lo mejor que
se puede decir de cualquier hombre es que es “un hombre de Dios”. Grandes
movimientos espirituales comienzan cuando los hombres toman en serio, sobre sí
y sobre sus iglesias, las demandas de la verdad. La verdad tiene una química
particular. Tiene la forma de transformar la mente ordinaria y la lengua promedio
en instrumentos para Dios de poderes enormes. Para producir un avivamiento,
Dios no sólo ha utilizado a los genios de la historia. A menudo han sido
hombres de talento modesto, pero que tenían un sobresaliente conocimiento
personal de Dios, que aprendieron en el lugar secreto y que se habían fusionado
con el anhelo santo de realizar algo que hiciera temblar las montañas. La verdadera
santidad no es del estilo medieval pálido y pasivo, sino aquella que se
enciende con pasión ardiente en el alma regenerada y que en el mismo rostro de
nuestra sociedad decadente e indiferente clama: “¡Preséntate Dios! No te daré
descanso, oh Señor, hasta que vengas!” A tales santos necesita este mundo.
Quizá más ahora que nunca.
[Este artículo apareció originalmente publicado en inglés en la revista Banner of Truth de octubre de 1988. Luego fue traducido con permiso de la editora y publicado en la revista Fundamentos de Abril/Junio 1989].
Traducción: Salvador Gómez Dickson
[Este artículo apareció originalmente publicado en inglés en la revista Banner of Truth de octubre de 1988. Luego fue traducido con permiso de la editora y publicado en la revista Fundamentos de Abril/Junio 1989].
Traducción: Salvador Gómez Dickson
1 comentario:
Gracias por publicarlo, me ayudói a hacer conciencia de la importancia de trabajar en nuestra alma, de adentro hacia afuera.
Publicar un comentario