Isaías 24-27 ha sido catalogado como “el
Apocalipsis de Isaías”. Sus similitudes son impresionantes (lo cual espero
mostrar en una entrada próxima). Una característica del mensaje de los profetas
del Antiguo Testamento era que ministraban a un pueblo contemporáneo con
profecías de cumplimiento cercano y lejano a la vez. Podían hablarles de lo que
los babilonias harían en poco tiempo, como también de lo que ocurriría a la
llegada del Mesías cientos de años después. Pero este cumplimiento lejano de
sus profecías podía incluir también cientos de años entre los eventos por ellos
anunciados. Por ejemplo, podían hablar de lo que ocurriría luego de Pentecostés,
y en el mismo capítulo anunciar parte de los acontecimientos relacionados a la
segunda venida de Cristo.
¿Y de qué servía a los oyentes de Isaías
conocer acerca del juicio final y de los cielos nuevos y tierra nueva? Según el
profeta esa enseñanza debía servirles de consolación (Isaías 40). ¿En qué
sentido les podían consolar estas verdades? ¿No murieron todos ellos sin ver su
cumplimiento? Sí, murieron. Dios no les prometió liberarles de la muerte, sino
sólo resucitarles en el día postrero. Iban a experimentar tribulaciones y
exilios. Pero el Señor seguía estando en control de la historia. Su plan eterno
se llevará a cabo a pesar de toda oposición humana y demoníaca. El consuelo del
creyente radica en el hecho de que algún día llegaremos a nuestra nueva
Jerusalén. Ese evento futuro debe consolar a todos los creyentes de todas las
épocas.
Para los creyentes de la iglesia primitiva la
experiencia no era tan distinta. Ellos sí tenían la ventaja de haber visto al
Mesías morir como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo; pero no es
menos cierto que se encontraban viviendo en un período de intensa persecución.
Para el judío promedio la esperanza mesiánica contemplaba la liberación que su
pueblo experimentaría de la opresión romana. Sin embargo, Roma seguía en pie
con todo su poder. ¿Dónde estaba el consuelo? La promesa de la verdadera
liberación todavía se encontraba en el futuro. Tenían que seguir esperando
“cielos nuevos y tierra nueva” (2 Pedro 3:13). De alguna manera, poner los ojos
en el cielo, mirar hacia la consumación final de todas las cosas, es la manera
más poderosa de consolar al creyente en sus tribulaciones.
¿Y qué con nosotros? ¿Dónde debemos encontrar
nuestro consuelo nosotros los que vivimos en el siglo XXI? También nosotros
debemos mirar al mismo lugar. Debemos poner nuestros ojos y corazones en la
gloriosa venida de nuestro Señor Jesucristo. Su segunda venida será de
naturaleza distinta a la primera (Heb. 9:28). El Cordero de Dios vendrá como el
León de la tribu de Judá; vendrá como un victorioso conquistador, como un
Vencedor Invencible (Apoc.19:11-21).
En ese sentido, el contenido de Isaías 24-27
no sólo debía consolar a los oyentes del profeta Isaías y a los cristianos de
la iglesia primitiva; también debe servirnos de consolación a nosotros en pleno
siglo XXI. Su profecía es actual y pertinente.
¿De qué tratan estos capítulos? Tratan la
historia de dos ciudades: la ciudad de este mundo y la ciudad celestial. Es
algo similar a lo que leemos de Agustín en su libro LA CIUDAD DE DIOS. Al ver
caer a Roma no pudo evitar reflexionar en la temporalidad de la ciudad más
grandiosa del imperio en contraste con la eternidad de la ciudad de Dios. El
consejo del profeta es “no se refugien en la ciudad de este mundo, busquen
refugio en una ciudad que nunca puede ser destruida, la ciudad de Dios”.
En los capítulos 13-23, Isaías ha estado
pronunciando profecías en contra de pueblos y ciudades específicas, sobre
naciones y lo que éstas se merecían por la relación que hayan sostenido con Judá
e Israel. Hay profecías sobre Babilonia, Filistea, Damasco, Egipto, Asiria y
Tiro, entre otras. Pero a partir del capítulo 24, el uso de la palabra ciudad
tiene una connotación diferente. Nos presenta, más bien, un contraste entre sólo
dos ciudades.
· “Quebrantada
está la ciudad por la vanidad; toda
casa se ha cerrado, para que no entre nadie” (24:10).
· “La
ciudad quedó desolada, y con ruina
fue derribada la puerta” (24:12).
· “Porque
convertiste la ciudad en montón, la ciudad fortificada en ruina; el alcázar
de los extraños para que no sea ciudad,
ni nunca jamás sea reedificado. Por esto te dará gloria el pueblo fuerte, te
temerá la ciudad de gentes robustas”
(25:2–3).
Habla de una ciudad, pero en realidad está
hablando de algo cósmico.
· “Se
destruyó, cayó la tierra; enfermó, cayó el mundo; enfermaron los altos pueblos
de la tierra. Y la tierra se contaminó bajo sus moradores; porque traspasaron
las leyes, falsearon el derecho, quebrantaron el pacto sempiterno” (24:4–5).
Pero luego también habla de otra ciudad.
· “En
aquel día cantarán este cántico en tierra de Judá: Fuerte ciudad tenemos; salvación puso Dios por muros y antemuro” (Isaiah
26:1).
Esta es la ciudad celestial que se nos
presenta en otros lugares (Heb. 11:14-16; 12:22). Sus ciudadanos todavía no
están allí. El texto nos presenta proféticamente lo que ocurrirá al final. “El
que ríe último, ríe mejor.” Lo que Dios nos está diciendo es que aquello que al
hombre le parece tan seguro—su ciudad— vendrá a ser nada. Esa ciudad representa
al mundo con todas sus naciones y culturas, sus ideas y filosofías, sus modas y
políticas. Es un sistema que se opone a Dios (ya sea de manera furtiva o
descarada). Es la ciudad que nos presenta el libro de Apocalipsis en los
capítulos 17 y 18—la gran Babilonia que caerá. La verdadera Babilonia cayó hace
tanto tiempo, pero su nombre es usado como una figura de la ciudad del mundo.
Lo que fue Babilonia para el pueblo de Dios en el Antiguo Testamento, lo es el
mundo para el pueblo de Dios en el Nuevo. Lo que tanto Isaías como Apocalipsis
profetizan es que esa ciudad caerá.
· “Porque
derribó a los que moraban en lugar sublime; humilló a la ciudad exaltada, la humilló hasta la tierra, la derribó hasta el
polvo” (Isaías 26:5).
· “Porque
la ciudad fortificada será desolada,
la ciudad habitada será abandonada y
dejada como un desierto; allí pastará el becerro, allí tendrá su majada, y
acabará sus ramas” (Isaías 27:10; comp. Apocalipsis
18:1-24).
“Pero hay otra ciudad, una que no puede caer
nunca. No fue construida por manos humanas; no puede ser destruida por manos
humanas. Es la ciudad de Dios. Y Dios nos está invitando a recoger y mudarnos,
a dejar nuestras viejas vidas atrás y a construir vidas nuevas en su ciudad”
(Raymond Ortlund, Isaiah: God Saves
Sinners, p.141).
Esta última es la ciudad de la que habló
Isaías y de la que habló Juan en Apocalipsis que nosotros debemos esperar. Son
los cielos nuevos y tierra nueva de la que habló el apóstol Pedro en 2 Pedro
3:13. Las injusticias dominantes de nuestra época también deben hacernos anhelar
la venida del Juez Justo, nuestro Señor Jesucristo.
Así como los eventos profetizados por Isaías eran
futuros para sus oyentes, también son futuros desde nuestra óptica en el siglo
XXI, y como a ellos, su mensaje debe servirnos de consolación igualmente. Las cosas
no continuarán para siempre como están.
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