por Roger Ellsworth
Juan 18:15-18, 25-27
En este capítulo llegamos a lo que se considera uno de los episodios más tristes de la Biblia. Ante la oportunidad de identificarse y hablar por Cristo, Simón Pedro falló. Y no sólo falló una vez, ni dos, sino tres veces.
Había tantas cosas que Simón puso haber dicho acerca del Señor Jesucristo. Estuvo ahí cuando Jesús convirtió el agua en vino (Juan 2:1-11). Estuvo ahí cuando Jesús sanó a su suegra de una fiebre alta (Lucas 4:38-39). Simón Pedro vio la alimentación de los cinco mil con cinco panes de cebada y dos pescados pequeños (Juan 6:1-13). Estuvo allí cuando Jesús caminó sobre el mar en tempestad (Juan 6:15-21). Estuvo allí en el monte de la transfiguración cuando Jesús resplandeció con gloria celestial (Lucas 9:27-36). Pedro vio a Jesús sanar al paralítico (Juan 5:1-9) y al ciego (Juan 9:1-7). Llegó incluso a ver a Jesús levantar a tres personas de los muertos (Marcos 5:37-42; Lucas 7:11-15; Juan 11:43-44), uno de los cuales llego a estar cuatro días muerto (Juan 11:39).
Además de estas cosas, Simón Pedro admitió haber escuchado en las palabras de Jesús el sonido auténtico del mensaje de la vida eterna (Juan 6:68).
Simón Pedro pudo haber hablado de todas estas cosas y muchas muchas más. Pudo haber respondido la pregunta de la joven sierva y de los que estaban con ella afirmando que era un discípulo de Jesucristo y de que estaba contento de pertenecer a ese grupo. Pudo haber dicho que conocer a Jesús había sido el tesoro supremo de su vida, y que no importaba cuántos días le quedaran, sabía con certeza que ninguna otra cosa podía siquiera acercarse al inestimable privilegio que había tenido en los días en que pudo andar con el Señor Jesús.
Las negaciones vergonzosas
Sí, él pudo haber dicho esas cosas, pero no lo hizo. Tuvo la oportunidad de identificarse con Cristo y de dar testimonio, pero flaqueó y falló. Tuvo la oportundiad de ser una roca sólida pero, en palabras de Kent Hughes, demostró ser “una roca agrietada”.
¡Qué vergonzosas fueron las tres negaciones de Pedro! Ni siquiera intentó suavizarlas. Pudo haber dicho: ‘Me confundieron con otra persona’, o ‘no sé de qué están hablando’. Pero lo que hizo fue escupir sus negaciones de la manera menos ambigua y más enfática imaginable: ‘¡No lo soy!’ (Juan 18:17, 25). Mateo nos dice que Pedro llegó tan lejos que añadió maldiciones a sus negaciones (Mateo 26:74).
La razón para las negaciones
¿Por qué lo hizo Simón Pedro? ¿Por qué negó al mismo al que le debía tanto? ¿Por qué se rehusó a confesar su identificación con aquel que le había rescatado del pecado y que le había llenado de gozo inefable y lleno de gloria? Los comentaristas bíblicos han recorrido un terreno bien amplio tratando de explicar la razón para las negaciones de Pedro. Algunos señalan que él había sido muy orgulloso y había mostrado mucha confianza en sí mismo un rato atrás esa misma noche (Mr. 14:29-31), y ese orgullo siempre precede a la caída. Algunos sugieren que todo se debió al hecho de que había estado durmiendo cuando debió estar orando (Mr. 14:37-38). Algunos observan que él se colocó a sí mismo en una posición de fracaso al calentarse junto al fuego de aquellos que obviamente no eran amigos de Jesús (Mr. 14:67; Lucas 22:55). Algunos afirman que todas estas consideraciones deben ser tomadas en cuenta para poder explicar las negaciones de Pedro.
El miedo de Pedro
Aunque podemos ciertamente encontrar validez en todas estas razones, parecen sin embargo perder lo más obvio —esto es, el miedo de Pedro. Tenía temor de lo que podía sucederle si se identificaba con Jesús. Para ese entonces las predicciones que Jesús había hecho acerca de su muerte (Mateo 16:21; 17:22-23; 20:17-19) debían de haber comenzado a calar. Por fin Pedro se da cuenta de que Jesús ciertamente va a morir, y tenía el temor de que si admitía ser su discípulo, él también moriría junto con su Maestro. La amenaza inminente de morir junto a Jesús desalentó a Pedro de confesarle.
Nuestros miedos y negaciones
Todo esto nos golpea de manera dolorosa y directa. Todo cristiano sabe lo que es tener temor de lo que sucederá si damos a conocer nuestra relación con Cristo —temor de lo que otros pensarán o dirán de nosotros, temor a que piensen que somos sencillos, cerrados de mente, prejuiciados e ignorantes, temor a perder nuestros trabajos o el ascenso que esperamos, temor a que consideren que no encajamos. De modo que es muy fácil pretender que no tenemos ninguna relación con Cristo, o que no hemos permitido que esa relación nos haya llevado a extremos.
Existen muchas maneras de ocultar o desvirtuar esa relación. Puede ser algo tan simple como no querer que alguien vea que tenemos una Biblia. Puede tratarse de usar lenguaje vulgar, y al hacerlo decir en básicamente: ‘No quiero que nadie sepa que pertenezco a Cristo, de manera que hablaré como si no le perteneciera’. Puede tratarse de guardar silencio mientras nuestro Señor es atacado y denigrado —en otras palabras, comportándonos como si aprobáramos lo que se está diciendo.
Cada día del Señor los hijos de Dios se enfrentan a esta pregunta directa: ‘¿Daré hoy a conocer mi relación con Cristo por medio de mi asistencia a la adoración pública?’ O para decirlo de otro modo: cada día del Señor somos confrontados con la pregunta: ‘¿Permitiré que otros intereses y relaciones (tales como eventos atléticos y actividades familiares) tengan prioridad sobre mi relación con Cristo y con su iglesia?’
Algunas veces la tentación a negar a Cristo llega a través de la negación de sus enseñanzas. Por ejemplo, se nos manda a perdonar a aquellos que pecan en contra nuestra (Mateo 6:12; 18:21-22). Si nos rehusamos a hacerlo, estamos negando al Señor.
En este aspecto de las enseñanzas del Señor, también debemos notar que le negamos cuando nos sentimos compelidos a quitar o a minimizar aquellas verdades que consideramos ofenden a los que están a nuestro alrededor. Por ejemplo, algunos pueden hallar atractivo decir a los que le rodean: ‘Sí, soy cristiano, pero no creo en todo eso sobre el juicio y el infierno’.
Situaciones como ésas y otras similares no nos son fáciles, pero debemos permanecer firmes para Cristo en ellas. No tenemos que fallar como lo hizo Pedro. La reina Ester en el Antiguo Testamento enfrentó una situación muy parecida a aquella en la Pedro se encontró, pero no falló.
Un ejemplo de valentía
Debido a la amargura que sentía contra un judío, Mardoqueo, el primer ministro de Persia, Amán embaucó al rey para que promulgara el decreto de que todos los judíos fuesen ejecutados (Ester 3:1-15). Lo que él no sabía era que la misma Ester era judía (Ester 2:20).
Este situación hizo que Ester compareciera ante el rey e intercediera por su gente. Pero había un problema serio. Todo el que viniera a la presencia del rey sin ser convocado por él sería ejecutado, a menos que el rey extendiera su cetro (Ester 4:11), y Ester no había sido llamada por un período de hacía ya treinta días. Pero Ester, convencida de que había llegado al reino precisamente para una ocasión así (Ester 4:14), se armó de valentía y fue al rey en representación de su pueblo. Cuando fue confrontada con la oportunidad de negar su conexión con su gente, valientemente la confesó. ¡Cuán estimulantemente diferente a Simón Pedro!
Las amargas consecuencias
Todos nosotros los que conocemos al Señor le hemos negado de una manera u otra, pero ningún verdadero cristiano jamás se sentirá cómo y tranquilo al negar a Cristo. Los relatos de los evangelios nos dicen que las negaciones de Pedro le hicieron llogar amargamente (Marcos 14:72; Lucas 22:62). Ningún cristiano considerará sus negaciones de Cristo como algo ligero y trivial. Le pesarán grandemente y le producirán dolor en su corazón hasta encontrar un lugar de arrepentimiento. Y aun después del arrepentimiento, la memoria de esas negaciones le traerían un sentido de vergüenza. Por el otro lado, si no hay dolor ante la negación de Cristo, ni arrepentimiento, eso puede estar indicando que no tenemos un Cristo que negar, sino que nos hemos engañado a nosotros mismos con respecto a pertenecer a Él.
La gracia incomparable de Cristo
No podemos considerar las negaciones que Pedro hizo de Cristo sin tornar nuestros pensamientos al capítulo final del Evangelio de Juan. Simón Pedro y algunos de los otros discípulos de Jesús se habían ido a pescar a Galilea. Probablemente estos hombres se encontraban desorientados y sin saber qué hacer. Jesús había resucitado de los muertos y había aparecido ante ellos, pero no estaban seguros con respecto a lo que el futuro les deparaba. Quizás Simón Pedro estaba convencido de que lo que fuera que Jesús tenía en mente para los demás discípulos, eso ciertamente no le incluía a él. Si estaba pensando así, iba a recibir una gran sorpresa.
Cuando llegó el amanecer tras una larga e infructífera noche de pesca, tanto él como los que estaban con él vieron una figura entre la neblina de la mañana, pero no sabían que era Jesús. Tanto la orden a arrojar la red por el otro lado de la barca como la pesca subsecuente tenían el propósito de recordarles el llamado que les hizo al principio (Lucas 5:1-7) y asegurarles que su llamamiento no había sido revocado.
Al ver la pesca, los hombres se dieron cuenta que la figura que estaba en la orilla no era otro que Jesús, y el impulsivo Pedro bajó de la barca y se dirigió hacia Él. Al llegar a la orilla encontró que Jesús había encendido una hoguera (Juan 21:9), y el Señor Jesús le preguntó allí tres veces si él, Simón, le amaba. Fue estando al fuego que Pedro había negado a Cristo tres veces, y ahora una vez más al fuego se le dio tres veces la oportunidad de confesar su amor por Cristo (Juan 21:15-17).
De esta forma el Señor Jesús le mostró a Simón Pedro algo de la grandeza de su gracia. Verdaderamente es una gracia que es más grande que todos nuestros pecados, y nunca, nunca, nos dejará. Esta gracia no sólo fue tras Simón, sino que lo restauró para que fuera útil y fructífero en la obra del reino de Cristo.
No me puedo alegrar en el hecho de que Pedro negara a Cristo, pero dado que es una realidad que lo hizo, me alegra que los escritores de los Evangelios lo relataran. Me alegra porque puedo leer sus relatos y ser recordado del terrible poder del pecado en la vida de un hijo de Dios, y de la realidad gloriosa de la gracia de Dios que perdona, limpia y restaura para que seamos útiles. Aun cuando somos infieles, Él permanece fiel (2 Tim. 2:13).
* Traducido al español por Salvador Gómez Dickson y publicado en EL SONIDO DE LA VERDAD con el permiso del autor. El contenido es un capítulo de su libro “How to Live in a Dangerous World.”
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